Análisis artístico
Espacio:
La pintura está construida en cinco planos y maneja una perspectiva atmosférica determinada por el dibujo y el color, así como una perspectiva geométrica en los postes y en los árboles que dan la ilusión de profundidad y espacialidad en el cuadro. El dibujo está hecho a escala y las formas, en relación proporcional equilibrada. La direccionalidad del cuadro es vertical, de abajo hacia arriba y de izquierda a derecha, marcada por el orden de lectura figura, colina, postes y árboles. La distribución de las formas es equilibrada, pero en cuanto a la concentración del peso la figura masculina yaciente genera un desequilibrio con respecto al resto de la composición: Es en ella donde se concentra la mayor cantidad de peso visual de la obra.
Forma:
El dibujo es naturalista. Las líneas son sinuosas, fluidas y seguras. El ritmo es pausado y ondulado, lo que se evidencia en el gesto de la figura. Esta se esquematiza dentro de un contorno trapezoidal y el follaje, las ramas y las montañas del paisaje en contornos triangulares.
Color:
Los tonos predominantes son el verde, café, azul, piel, naranja, negro y gris, los que se presentan bastante saturados en los cuatro primeros planos, a saber: Figura reclinada, frutas, colina, torres eléctricas y vegetación arbórea. Los tonos del fondo (paisaje) se manejan en distintos grados de desaturación produciendo la ilusión de lejanía. La luz es suave y difusa y está presente en las formas, al igual que las degradaciones cromáticas, para modelar el volumen. Se encuentran focos lumínicos en la cara del personaje, las manos, la camisa y las manzanas. El paisaje en último plano se establece como un espacio luminoso. La textura es óptica o plana, dada por la pincelada plana que modela los volúmenes.
ANÁLISIS HISTÓRICO:
La obra representa un hombre que se recuesta tranquilo en el prado de una colina mientras se encuentra paseando en el campo o en una zona rural. Es bien sabido que Fernando Botero utiliza su pintura para crear un mundo plástico que hunde sus raíces en el Medellín de las décadas de 1930 y 1940. Los personajes que habitan dicho mundo se remiten, de una manera libre y no subordinada, al contexto espacio – temporal que se acaba de mencionar. Por esto se van a describir algunas de las características que marcaron el ser masculino en un momento y unos lugares que conoció el artista antes de su viaje a Europa en la década de 1950.
Es necesario comenzar a pensar la oposición masculino femenino no como negación mutua, sino como diferencia de vidas que se pueden encontrar en relación de complementariedad o incluso de oposición. De esta manera se puede vislumbrar ambos universos en su diferencia y entender de qué manera cada uno establece criterios de existencia a partir del otro. Así, se tiene que uno y otro, hombre o mujer, responden a determinadas formas de relación según el contexto temporal, espacial y cultural en el que se encuentren. “La relación es la que determina la forma de actuar de él y ella” (GARCÉS, 1993, p. 237). No existen pues las figuras únicas, inalterables en el tiempo, de el hombre o la mujer. Él y ella pueden aparecer distintos según se relacionen con individuos del mismo o del otro sexo, y con sigo mismo. Puesto que no hay comportamientos naturales inherentes al ser hombre o ser mujer, debido a que no existe una unidad espacio – temporal del ser masculino y del ser femenino como si fueran comportamientos preexistentes, es que aparecen los hombres y las mujeres en su individualidad.
Se trata de sustituir esa filosofía del objeto (llamado mujer, hombre, estado, nación) tomado como fin o como causa, por una filosofía dela relación: Las cosas sólo existen por la relación A…y la determinación de dicha relación constituye su explicación: Todo es histórico, todo depende de todo (y no solamente de las relaciones de producción), nada existe transhistoricamente y explicar cualquier objeto consiste en señalar de qué contexto histórico depende. (VEYNE, 1984, p.213)
Se puede afirmar pues que hombres y mujeres no ocupan siempre el mismo lugar; sólo se trata o comportamientos de época. “Uno se encuentra siendo hombre o mujer sin haber tenido siquiera que pensarlo; se es hombre o se es mujer y por serlo se obra en consecuencia dada la situación y la relación existente (GARCÉS, 1993, p. 238).
Resulta entonces que las diferencias entre el ser masculino y el ser femenino no son universales, no se encuentran definidas de la misma manera para todas las culturas. Así, para la época a la que se refiere el mundo representado en la obra Boteriana, se encuentran dos comportamientos diferenciados y enmarcados por sendos espacios: El adentro, como espacio propio del ser femenino, y el afuera como el espacio propio del ser masculino. Al lugar propio de socialización propio de la mujer que es la iglesia, se le opone el lugar propio de socialización del hombre que es la cantina, el café. Cada uno de estos espacios toma el atributo y la valoración de espacio femenino y masculino respectivamente. En cada uno de estos polos “se anudan las redes de sociabilidad e identidad de cada género” (GARCÉS, 1993, p. 245). De la misma manera el hogar era a la mujer lo que la calle al hombre. En aquella la mujer cumpliría con las funciones de madre, esposa o hija; en las labores diarias de la cocina, el cuidado de los hijos y el arreglo de la casa se expresaría su función de vida. En la calle, en el afuera, el hombre trabaja, se embriaga y juega. Desde la taberna y el bar hasta una esquina cualquiera, los hombres delimitan y marcan los sitios masculinos con los encuentros y reuniones cotidianas.
No es casual entonces que en pinturas como El Balcón (1990), Balcón (1998) y La Plaza (1999), la figura femenina se ligue a unos lugares bien particulares como son el hogar y la iglesia. De otro lado pinturas como Hombre Reclinado (1998) y Hombre Nadando (1995) aluden de alguna manera a la territorialización que de los espacios hicieron ambos géneros. Sin embargo estas últimas obras hablan no sólo de la delimitación que de los espacios se hizo en el Medellín de principios del siglo XX. También aluden a una práctica bastante común para la época que en muchos aspectos ha perdurado hasta nuestros días: Los paseos. Si bien el Medellín de las décadas de 1920 y 1930 estaba viviendo un proceso importante de urbanización e industrialización, la vida en la ciudad era en general tranquila y apacible. Prueba de lo anterior es la guía de Medellín publicada en 1925, la cual “reporta un homicidio cada 25 días” (LONDOÑO, 1988, p. 231). A pesar de tal calma los programas de distracción y vida social no eran extraños a sus habitantes. “Aunque no se contaba con las oportunidades tan variadas de entretenimiento que en la actualidad existen, en esa misma sencillez y tranquilidad se realizaban ciertas actividades que le imprimían sabor a la vida. Entre estas las vacaciones y los paseos ocuparon un sitio de privilegio” (HERNANDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p.456). Mario Vargas Llosa refiriéndose al mundo de Botero y haciendo una relación con el mundo latinoamericano que conoció, dice: “Las diversiones son escasas: Salir a cazar, la caminata por el campo, la merienda al aire libre, la tertulia y el ágape” (VARGAS LLOSA, 1985, p. 17). La costumbre de las vacaciones decembrinas es una costumbre que se observa ya en tiempos de la colonia. La idea era salir al campo y permanecer el tiempo de descanso reposando y recuperando las fuerzas para enfrentar de nuevo las labores cotidianas. Tan fuerte era la costumbre que desde finales de diciembre hasta mediados de enero la vida en la ciudad prácticamente se paralizaba. Tal costumbre ha permanecido virtualmente sin variaciones hasta el momento actual. La otra actividad, la de los paseos, se manifestaba básicamente de dos maneras: Caminatas vespertinas y salidas de fin de semana. Las primeras se realizaban en los días de semana, cuando quedaba tiempo disponible, o por las noches. El ambiente pacífico y bucólico de algunos sectores de la ciudad se prestaba para hacer estos paseos cortos.
A principios de siglo eran frecuentes las caminatas al caer la tarde. Se acostumbraba caminar por la calle Ayacucho hasta la Puerta Inglesa, o por la Alameda de los árboles de la calle Colombia hasta los bordes del río Medellín. Estas eran praderas cubiertas de sauces y otros árboles nativos (REYES, 1996, p 439).
Los otros tipos de paseos eran un poco más largos y se hacían en el fin de semana, luego de estudiar y laborar. Se podían visitar los cerros aledaños de la ciudad, como el del Salvador, lugar en el que quedaba el monumento del mismo nombre; o los numerosos charcos que formaba el río Medellín o la quebrada Santa Helena.
Los más populares eran el charco de los naranjos, debajo del puente de Guayaquil, el de la Palma, frente a la finca del mismo nombre, el del puente de Colombia, muy del gusto de los jóvenes que se tiraban desde el puente al río; este charco era escenario de peleas a piedra entre grupos de muchachos. El charco de los Sauces, frente a la calle de San benito, era indicado para aprender a nadar por lo tranquilo de sus aguas. Finalmente estaba el charco de El Mico, frente a la colina de Bermejal. A ellos se iba en familia, incluyendo la niñera, con un fiambre compuesto de variadas viandas; en algunas ocasiones se incluían músicos. (REYES, 1996, p. 439)
Para el caso de las familias más pudientes lo usual era dirigirse a descansar durante todo el fin de semana a las viviendas campestres. Muchos de estos paseos tenían fines distintos al simple hecho de salir a temperar. Era común por ejemplo, las salidas de grupos de hombres y mujeres jóvenes (“barras”) que salían a lugares vecinos con fines integracionistas. También se acostumbraba que mujeres de estratos altos organizaran salidas al campo con el fin de festejar algún acontecimiento importante. “Los cumpleaños, despedidas de solteras, año nuevo, matrimonios, viajes propiciaban en muchas ocasiones paseos” (HERNANDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p. 463).
En la pintura en cuestión, la figura se representa vestido elegantemente. El vestido además de suplir las necesidades físicas del abrigo, ha sido un “dispositivo de cohesión de la organización social humana pues funciona como un sistema de referencia, competencia, reconocimiento y segregación social. No sólo es una experiencia emocional sino también un ritual institucional por el que se presenta una imagen dada del cuerpo, al ingresar en la vida social, en tanto que los hombres se visten antes de hablar, comer, trabajar, bailar, guerrear o seducir” (DOMINGUEZ, 1987, p. 72). El traje no sólo denota y connota el sexo, la edad, la profesión de quien lo usa, sino que también afirma el status social, el prestigio, la autoridad, la riqueza, los privilegios y la capacidad adquisitiva.
La figura típica del hombre antioqueño del siglo XIX fue la del arriero, vestido con pantalón claro, poncho, carriel, sombrero de paja, alpargates y camisa clara de tela cruda. Pero el paso de la villa que era Medellín, a una ciudad industrializada, más internacionalizada, hizo que este traje típico, regional, comenzara a perder importancia por lo menos en la ciudad. Se pasa de un traje que tiene un carácter tradicional a uno cada vez más homogéneo, internacional e impersonal. Para los hombres comunes de la época había una diferencia clara entre el vestido de diario o de trabajo y el vestido usado para las solemnidades religiosas, la ida al templo y las fiestas, mientras que entre las clases más pudientes la diferencia entre el vestido de diario y la solemnidad era difusa. Entre estos últimos el vestido de diario o trabajo consistía en cachaco, pantalón de paño, sombrero de fieltro, corbata, pañuelo, medias de seda, reloj y otros accesorios como el bastón. Para las clases más humildes el vestido usado en las solemnidades si acaso se acercaba al anteriormente descrito, faltándole algunos accesorios como la corbata, el sombrero, el pañuelo y el reloj. Esta distinción social se observaba no sólo en el vestido sino también en los lugares de esparcimiento. Uno de ellos, no mencionado hasta el momento, fue el Parque de la Independencia. “Este bello y extenso espacio con una área de 22 cuadras, algo agreste pero muy agradable, disponía de un lago cuya característica no fue propiamente balneario, sino un lugar para pasear en barquitas de remo” (HERNÁNDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p. 406). Este sitio, al norte de la ciudad, estaba ubicado donde antes funcionó un establecimiento de baños públicos llamado El Edén. Fue diseñado por el arquitecto Enrique Olarte en 1913 y desde entonces se convirtió en uno de los sitios preferidos por los medellinenses de todas las clases para divertirse y pasear, especialmente los domingos y días de fiesta. Pero las distintas clases no se mezclaban “Los domingos por la mañana iba la gente bien, por la tarde iban las muchachas del servicio”. (HERNÁNDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p. 404). Actualmente se le conoce como Jardín Botánico Joaquín Antonio Uribe y sus instalaciones cuentan con biblioteca, museo, restaurantes, salas de conferencias y lago artificial, además de un orquideorama donde se efectúan distintas exposiciones florales.
Otros dos elementos son pertinentes al momento de analizar esta obra: Los postes eléctricos y las manzanas. Aunque Medellín conoce el alumbrado público desde 1898, “cuando la Compañía Antioqueña de Instalaciones Eléctricas dio al servicio los primeros cien focos de luz de arco” (TORO, 1996, p. 531), sólo fue hasta 1932, cuando se realizó la construcción de la Central Hidroeléctrica de Guadalupe, que se promovió el consumo de energía con tarifas reducidas. “Para el transporte de la energía a larga distancia se extendieron las líneas de transmisión a 110.000 voltios; luego en las subestaciones de consumo, se transformó de nuevo el elevado voltaje en uno más bajo que permitiera la distribución a la ciudad y a la industria, en condiciones más apropiadas” (TORO, 1996, p. 534). En los hogares se pudo sustituir la leña y el petróleo por electrodomésticos como la estufa, la plancha eléctrica, el calentador de agua, el radio, entre otros que mejoraron la calidad de vida de los habitantes. Se operó en la ciudad una transformación en el orden industrial y económico, lo que convirtió la década de 1930 en un período de progreso que sin embargo no tocó las clases más desfavorecidos sino hasta mucho tiempo después. “En 1932, a raíz del exceso de energía producida por la nueva Central Hidroeléctrica de Guadalupe, las Empresas Públicas Municipales promocionan su utilización para usos domésticos. Los inmigrantes más humildes siguen lavando en las quebradas y de allí mismo o de acequias construidas en convites recogen el agua. Se alumbran con velas o mechones de sebo y cocinan con leña recogida en los alrededores, con carbón vegetal o con cenizas mezcladas con boñiga seca. Sólo a finales de 1940 tienen acceso al agua corriente y a la electricidad “(LONDOÑO, 1996, p. 332).
El segundo elemento, las frutas en el piso, alude en primer lugar al infaltable fiambre o conjunto de variadas viandas llevadas a los paseos y en segundo lugar a la parafernalia de objetos improbables que aparecen en las obras boterianas con el único fin de resolver problemas plásticos. Aunque no es imposible que las frutas hubieran estado incluidas en el fiambre del personaje, es al menos improbable la manera organizada y equilibrada en que se encuentran dentro de la composición pictórica.
Uno tiene una parafernalia de objetos que aparecen y desaparecen. La diferencia con otros pintores es que ellos la tienen en el estudio y yo en la imaginación. Cuando necesito por ejemplo un tono que balancee otro tono, aparecen este tipo de cosas (…). En mi pintura nada es gratuito, todo es necesario. (ESCALLÓN, 1992, p. 49).
Este tipo de cosas, objetos, que el pintor utiliza, aparecen como producto de necesidades plásticas: Composición, equilibrio, armonías cromáticas, etc. Como Botero no es un pintor abstracto, necesita inventar formas que tengan cierta lógica para aplicar los colores; lógica que como se dijo puede ser improbable, pero no imposible. Esa lógica le permite tomarse libertades creativas y expresivas frente a lo representado. En la obra Matador (1988) por ejemplo, se observa el mismo recurso.