Análisis artístico
Espacio:
El dibujo está construido en varios planos. Se insinúa un manejo de la perspectiva geométrica en la elaboración del piso, la esquina, la ventana y las casas. Lo anterior, junto a la superposición de las formas y al manejo de los elementos representados en relación tanto al tamaño del personaje como al plano que ocupan en la composición, comunica la ilusión de profundidad en la obra. Todos los elementos representados se ubican de tal manera que generan una direccionalidad vertical ascendente (de abajo hacia arriba). Su distribución en el plano es equilibrada y el peso se concentra en el eje central de la obra: sobre la figura y el paisaje de fondo.
Forma:
El dibujo es naturalista: Las líneas son sinuosas, seguras, replanteadas, de distintos calibres, intensidades y longitudes. Es evidente un dibujo esquematizado compuesto por líneas horizontales y verticales que formas ángulos definidos propios de un dibujo arquitectónico. La trama y el rayado son dos herramientas utilizadas en la elaboración del dibujo generando espacios de sombra, así como modelando el volumen. La figura central se esquematiza dentro de un contorno triangular, al igual que las casas y la torre de la iglesia. La ventana, el piso y las paredes lo hacen en contornos rectangulares.
Color:
No hay colores en la obra, por lo que el tono único presente el gris del lápiz, manejado en saturaciones medias y bajas. Tampoco hay en la escena una fuente de luz que determine una direccionalidad clara; ésta en cambio se determina en los objetos gracias a las degradaciones tonales y se utiliza para generar el volumen en las formas. Sobre el personaje destacan el rostro, la camisa y las manos como zonas más luminosas; la habitación y el paisaje en último plano son espacios luminosos. La textura es óptica o plana generada por las distintas líneas y las tramas que producen.
ANÁLISIS HISTÓRICO:
La obra, un dibujo hecho a lápiz sobre papel, representa una figura masculina que se observa de frente, cuerpo entero y vestido. El espacio en el que se encuentra es una habitación, dela que se distingue el piso formado por listones de madera, una esquina en el margen derecho de la obra, y una ventana, justo detrás del personaje, que abre sólo su ala izquierda. A través de ella se observa parte de un poblado formado por casas con techos de teja a dos aguas; al mismo tiempo es visible fragmentos de la torre y la cúpula de una iglesia. Unas montañas crean el telón de fondo de este dibujo, mientras se observa lo que parece ser un grupo de aves en el cielo. El mundo plástico que crea Fernando Botero con su obra hunde sus raíces en la Antioquia que el artista conoció de niño y joven en las décadas de 1930 y 1940, antes de viajar a Europa. Si bien el artista ha expresado que su obra se nutre de los recuerdos de esa Latinoamérica que conoció, no se puede afirmar que en su obra plasme de una manera fiel las características del paisaje, de las costumbres, o de los fenotipos humanos que vio. Se refiere, se inspira en un contexto social, espacial y temporal vivido, pero no se limita a representarlo tal cual fue. Su obra no es ni costumbrista ni folclórica, y el artista no pretende serlo en ningún momento. Con base en dichos recuerdos el artista crea un mundo nuevo, libre, meramente plástico, en el que gobiernan sobre todo las necesidades intrínsecas del quehacer artístico, y no la fidelidad con unos modelos que ya no existen. Por lo dicho anteriormente se van a hacer algunas consideraciones sobre el ser masculino en el contexto social en el Medellín de las décadas mencionadas, teniendo en cuenta que un análisis histórico o sociológico aporta unos elementos importantes al momento de interpretar una obra de arte como esta.
Es necesario comenzar a pensar la oposición masculino femenino no como negación mutua, sino como diferencia de vidas que se pueden encontrar en relación de complementariedad o incluso de oposición. De esta manera se puede vislumbrar ambos universos en su diferencia y entender de qué manera cada uno establece criterios de existencia a partir del otro. Así, se tiene que uno y otro, hombre o mujer, responden a determinadas formas de relación según el contexto temporal, espacial y cultural en el que se encuentren. “La relación es la que determina la forma de actuar de él y ella” (GARCÉS, 1993, p. 237). No existen pues las figuras únicas, inalterables en el tiempo, de el hombre o la mujer. Él y ella pueden aparecer distintos según se relacionen con individuos del mismo o del otro sexo, y con sigo mismo. Puesto que no hay comportamientos naturales inherentes al ser hombre o ser mujer, debido a que no existe una unidad espacio – temporal del ser masculino y del ser femenino como si fueran comportamientos preexistentes, es que aparecen los hombres y las mujeres en su individualidad.
Se trata de sustituir esa filosofía del objeto (llamado mujer, hombre, estado, nación) tomado como fin o como causa, por una filosofía de la relación: Las cosas sólo existen por la relación A…y la determinación de dicha relación constituye su explicación: Todo es histórico, todo depende de todo (y no solamente de las relaciones de producción), nada existe transhistoricamente y explicar cualquier objeto consiste en señalar de qué contexto histórico depende. (VEYNE, 1984, p. 213).
Se puede afirmar entonces que hombres y mujeres no ocupan siempre el mismo lugar; sólo se trata o comportamientos de época. “Uno se encuentra siendo hombre o mujer sin haber tenido siquiera que pensarlo; se es hombre o se es mujer y por serlo se obra en consecuencia dada la situación y la relación existente” (GARCÉS, 1993, p. 238).
Resulta pues que las diferencias entre el ser masculino y el ser femenino no son universales, no se encuentran definidas de la misma manera para todas las culturas. Así, para la época a la que se refiere el mundo representado en la obra Boteriana, se encuentran dos comportamientos diferenciados y enmarcados por sendos espacios: El adentro, como espacio propio del ser femenino, y el afuera como el espacio propio del ser masculino. Al lugar propio de socialización propio de la mujer que es la iglesia, se le opone el lugar propio de socialización del hombre que es la cantina, el café. Cada uno de estos espacios toma el atributo y la valoración de espacio femenino y masculino respectivamente. En cada uno de estos polos “se anudan las redes de sociabilidad e identidad de cada género” (GARCÉS, 1993, p. 245). De la misma manera el hogar era a la mujer lo que la calle al hombre. En aquella la mujer cumpliría con las funciones de madre, esposa o hija; en las labores diarias de la cocina, el cuidado de los hijos y el arreglo de la casa se expresaría su función de vida. En la calle, en el afuera, el hombre trabaja, se embriaga y juega. Desde la taberna y el bar hasta una esquina cualquiera, los hombres delimitan y marcan los sitios masculinos con los encuentros y reuniones cotidianas.
No es casual entonces que en pinturas como El Balcón (1990), El Balcón (1998) y La Plaza (1999), la figura femenina se ligue a unos lugares bien particulares como son el hogar y la iglesia. De otro lado pinturas como Hombre Reclinado (1998) y Hombre Nadando (1995) aluden de alguna manera a la territorialización que de los espacios hicieron ambos géneros.
En la pintura en cuestión, la figura se representa usando un vestido compuesto por pantalón, saco y camisa. El vestido además de suplir las necesidades físicas del abrigo, ha sido un “dispositivo de cohesión de la organización social humana pues funciona como un sistema de referencia, competencia, reconocimiento y segregación social. No sólo es una experiencia emocional sino también un ritual institucional por el que se presenta una imagen dada del cuerpo, al ingresar en la vida social, en tanto que los hombres se visten antes de hablar, comer, trabajar, bailar, guerrear o seducir” (DOMINGUEZ, 1987, p. 72). El traje no sólo denota y connota el sexo, la edad, la profesión de quien lo usa, sino que también afirma el status social, el prestigio, la autoridad, la riqueza, los privilegios y la capacidad adquisitiva.
La figura típica del hombre antioqueño del siglo XIX fue la del arriero, vestido con pantalón claro, poncho, carriel, sombrero de paja, alpargates y camisa clara de tela cruda. Pero el paso de la villa que era Medellín, a una ciudad industrializada, más internacionalizada, hizo que este traje típico, regional, comenzara a perder importancia por lo menos en la ciudad. Se pasa de un traje que tiene un carácter tradicional a uno cada vez más homogéneo, internacional e impersonal. Para los hombres comunes de la época había una diferencia clara entre el vestido de diario o de trabajo y el vestido usado para las solemnidades religiosas, la ida al templo y las fiestas, mientras que entre las clases más pudientes la diferencia entre el vestido de diario y la solemnidad era difusa. Entre estos últimos el vestido de diario o trabajo consistía en cachaco, pantalón de paño, sombrero de fieltro, corbata, pañuelo, calcetines de seda, reloj y otros accesorios como el bastón. Para las clases más humildes el vestido usado en las solemnidades si acaso se acercaba al anteriormente descrito, faltándole algunos accesorios como la corbata, el sombrero, el pañuelo y el reloj.
El personaje representado parece ser uno de esos hombres comunes vestido de pantalón, camisa, saco y sombrero (obsérvese la falta de la corbata y chaleco) para alguna de las festividades religiosas o sencillamente vestido “de domingo” para acudir dignamente presentado al templo. Esta interpretación tiene algún sentido si, por un lado, se compara al personaje de esta obra con el personaje representado en una obra como Hombre (1996), personaje este último que por tener no sólo un vestido más completo (pantalón, chaleco, camisa, corbata, saco y sombrero), sino un gesto más sobrio y elegante parece tener un status social más elevado que el del personaje de Hombre frente a una ventana; obsérvese por ejemplo que el personaje de Hombre tiene un gesto más tranquilo, suelto y desenfadado, además de estar mal afeitado. Por otro lado si se relaciona lo anteriormente dicho con la iglesia que aparece representada en los últimos planos de la obra podría pensarse que en efecto se trata de un domingo y que el personaje se dispone a participar de las actividades religiosas propias del día.
El cuerpo que pretenda ser culto, refinado y distinguido es un cuerpo que ha aprendido y expresa en cada circunstancia las virtudes y gestos que la urbanidad, la cortesía y la etiqueta han impuesto como modelo de buena educación. Ha de ser un cuerpo supremamente aseado, su cara afeitada, su cabello corto y peinado. Usa pañuelo para el sudor, escupir, estornudar, toser o sonarse muy discretamente. Evita a toda costa desperezarse, bostezar, eructar, dar la mano sudorosa o tener mal aliento. Sus vestidos serán escrupulosamente limpios y planchados. La higiene no sólo tiene una función moral en cuanto enseña a abstenerse de todo lo que es malo; a evitar todos los excesos y a ser temperantes en todo, sino que es la verdadera y única base racional de la política. Es decir, hace parte de una estrategia política en tanto que pretende educar la voluntad para hacerla justa, templada y prudente. (DOMINGUEZ, 1987, p.165)
Como se dijo anteriormente, sus figuras parecen, todas, personajes sacados de un mundo que tiene nexos con el real, específicamente con el mundo en el que creció el artista, pero igualmente de un mundo creado por el artista. Sus vestimentas y accesorios se reconocen pertenecientes a un lugar en el tiempo ubicado en la primera mitad del siglo XX. La fisonomía de sus personajes, es decir el color de su cabello, sus bocas carnosas, sus ojos, sus bigotes bien afeitados, intentan responder a un prototipo de hombre y mujer latinoamericanos, o más exactamente al fenotipo humano que conoció Fernando Botero en la capital del Departamento de Antioquia (Medellín) en sus primeros años de vida.
Siempre he tratado de hacer un personaje latino. Es el personaje que se ve en mis cuadros y que viene del arte popular, de la realidad, de acá y de allá. (ESCALLÓN, 1992, p. 24).
Sin embargo se podría objetar que esos personajes de piel blanca y ojos carmelitos no son una muestra fidedigna del prototipo humano latinoamericano, producto del mestizaje racial que entre blancos, indios y negros se dio en los tiempos de la conquista y la colonia hispanas. Habría que responder aclarando que el artista creció en un momento social, cultural y político que reforzó, particularmente en Medellín, el mito de la raza paisa.
La mayoría de los autores locales de principios de siglo coinciden en que el componente racial antioqueño es español, castellano, con un poco de sangre semítica en sus venas; esta última raza explicaba la inteligencia y comprensión en los negocios de los paisas. También concuerdan en que los componentes indígena y negro son insignificantes. Los negros se caracterizaban como pillos, perezosos, viciosos, bulliciosos e indisciplinados y, obviamente de la clase pobre. (LONDOÑO, 1998, p. 336).
Al mismo tiempo se encuentra que estos personajes parecen estar sostenidos en una especie de limbo silencioso y eterno. Así dirijan la mirada al frente, como es el caso de la obra Colombiana (1993), sus ojos no se clavan en el espectador, no lo siguen, no denotan temperamento alguno, no expresan ningún sentimiento. Sus ojos miran eternamente al espacio vacío. Lo mismo sucede con sus bocas; se encuentran cerradas, tranquilas, impasibles. Por esto hay críticos que consideran que los personajes de Botero parecen un poco tontos, faltos de carácter, y es que al artista no le interesa especialmente el drama de la condición humana: “Yo no quiero que la gente en mis pinturas parezca particularmente inteligente. Tampoco quiero que miren al espectador; ellos miran hacia el espacio vacío” (STEPHAN, 1992, p. 162). No deja de ser al menos curiosa la relación que existe entre las intenciones que tiene el artista con los personajes que pueblan su obra, con las recomendaciones que se hacían en una revista como Sábado a las personas que buscaran aceptación social: “La mujer o el hombre que deseen agradar deben hacer abstracción completa de su personalidad, (…) no debe cometerse nunca la menor negligencia, ya en la conversación, ya en las acciones, buscando el modo de aparecer siempre atento” (SÁBADO, 1929, p. 2119). Así como tampoco le interesa la representación del movimiento, razón por la que todos sus personajes se encuentran sumidos en un perenne hieratismo.
Para mi cada pintura es como una naturaleza muerta (…). Una cara se convierte en una manzana. No tengo ningún mensaje metafísico que trasmitir. Simplemente quiero ser un pintor y veo mis sujetos como un pintor, no como un comentarista, un filósofo o un sicoanalista. No tengo deseo de expresar pensamientos profundos acerca del mundo o acerca de la vida en general. Quiero pintar como si siempre estuviera pintando fruta (STEPHAN, 1992, p. 160).
Sus personajes, aunque anclados o referidos a un espacio y un tiempo particulares no son más que hechos plásticos, formas que el artista utiliza en sus composiciones. El hecho de ser un pintor figurativo lo obliga a crear y ubicar formas, en el espacio bidimensional de la pintura, sobre las cuales aplicar el color.
Una figura representa una articulación muy extraña que por su flexibilidad ofrece posibilidades extraordinarias. Uno no puede doblar una manzana o una botella. Un cuerpo sí. En el fondo, el torso es un objeto que tiene unas formas que le salen por todas partes, brazos y piernas con los que uno puede componer. La fascinación con la figura humana tiene que ver con la libertad de componer con cierta lógica. Siempre he pintado sin tratar de darle una dimensión humanística al personaje retratado. Además, creo mucho en el prototipo. El arte está lleno de prototipos que responden a ese deseo de hacer objetos de las personas. Si uno ve el arte griego, piensa que todos eran hermanos o primos: todos tienen la misma cabeza, la misma nariz… se trata de l idealización de una figura, como si sólo existiera un modelo. Es una idealización que define rasgos de un pueblo. Y por eso estas figuras son objetos. (ESCALLÓN, 1992, p. 24).