Análisis artístico

Espacio:

La pintura está construida en un solo plano, las proporciones de la figura están de acuerdo al canon manejado por el artista y las formas asociadas están en relación proporcional con ella. La figura está ubicada en el centro del cuadro por lo que la distribución del peso es equilibrada. Su posición marca una direccionalidad ascendente. Por el manejo cromático se logra la ilusión de profundidad.

Forma:

El dibujo es naturalista. Para el rostro las líneas son sinuosas, cortas, delgadas y seguras. Siendo de mayor calibre y longitud en el vestido. Hay un ritmo evidente que se repite en las formas voluminosas de la cara, el cuello y las franjas de la blusa. El contorno que esquematiza la figura representada es un triángulo.

Color:

Los tonos predominantes son el verde, café, piel, rojo y blanco, siendo más saturados en el vestido y en el fondo. La luz es difusa y no puede distinguirse una fuente que marque una dirección definida, puesto que es el resultado de un manejo cromático de los tonos, los que en sus degradaciones y desaturaciones construyen y modelan el volumen de las formas y objetos representados. El rostro, los aretes y el vestido son los focos lumínicos más sobresalientes. La textura es óptica o plana, dada por los trazos de la tiza (pastel).

ANÁLISIS HISTÓRICO:

Por retrato se entiende la “representación del rostro o de la figura entera de una persona, determinada mediante el dibujo, la fotografía, la pintura o la escultura”(LAROUSSE, 1973, s.p). Lo más característico ha sido que los retratos representen a los personajes de busto o únicamente el rostro, y en ellos se plasman rasgos no sólo físicos, sino también psicológicos. Uno de los principales usos del retrato ha sido el de trasmitir a la posteridad los rasgos y las formas de quienes han sobresalido en la historia de un pueblo, de una comunidad o una sociedad.

El hombre ha desafiado con sus imágenes las viejas eternidades de la muerte, el tiempo y la decadencia. Buscando saber, sentir, ver, tocar un momento de inmortalidad en esta vida terrenal, el hombre ha escrito, cantado, pintado y esculpido para sellar la eternidad de un momento que le deja sin aliento. Y de sus imágenes ninguna es con seguridad tan inmediata en provocar una respuesta como un rostro humano” (BAKER, 1979, s.p.).

El origen del retrato es esencialmente de carácter religioso. Los egipcios por ejemplo, pueblo que es quizá el primero en tener la intención de hacer retratos, esculpieron en piedra a sus faraones y príncipes. El uso de tales imágenes era como imágenes votivas o funerarias. También reprodujeron los rasgos de sus difuntos más importantes en máscaras mortuorias como la del joven faraón Tutankamón. La idea del rey como descendiente directo de las divinidades hacía que sus retratos fueran idealizados e intemporales, razón por la que son admirables las efigies que se hicieron del faraón Amenofis IV, en las que destaca una voluntad objetiva notable.
En Grecia el retrato tuvo probablemente su origen en la esquigrafía o pintura de sombra: Helena, la hija del griego Butades, trazó sobre el muro el perfil de su amante que se iba, utilizando de esta manera la imagen para “oponerse a su partida o para rellenar el vacío dejado por su ausencia” (SALABERT, 1994, p.46). En esta cultura, el retrato individual es de aparición relativamente tardía y, al principio fue, en su mayor parte, una representación de carácter votiva o funeraria. En la época Alejandrina se desarrolló un tipo de retrato heroico que conmemoraba a los soberanos, en especial Alejandro magno, destacándose las múltiples representaciones que de él se hicieron en las monedas del imperio.

Abundante material para la reconstrucción de la retratística antigua se puede obtener en la numismática, que confirma la oscilación entre la mimesis realista y la representación idealista según los períodos, tanto en zonas griegas como romanas, si bien en el mundo romano, debido a su dependencia de las tradiciones itálicas y de las formas del helenismo, predominan las formas realistas, mientras que, durante el período griego clásico, en el que el retrato propiamente dicho no aparece hasta la primera mitad del siglo V, las efigies está tipificadas e idealizadas y no plasman los rasgos particulares hasta finales del siglo IV. (ENCICLOPEDIA DEL ARTE, 1991, p. 199).

Los etruscos, por su lado, imprimieron a los retratos funerarios un sobrecogedor verismo psicológico, con lo que sentaron las bases del posterior realismo romano. Si existe un arte en el que el imperio romano se haya destacado, ese es el del retrato. Desde las pinturas murales de Pompeya hasta los innumerables bustos, estatuas, bajorrelieve, sarcófagos y monedas, en la multiplicidad de formas que adquirió el retrato se representaron tanto altos personajes públicos importantes como simples ciudadanos, característica esta última que distingue a Roma de las culturas que la antecedieron históricamente (Egipto, Mesopotamia, Grecia) en las que el retrato estaba destinado a preservar la imagen de personajes ilustres. “En Bizancio, el arte del retrato ya no se aplica a la recuperación del parecido individual y psicológico, porque aquel se convierte – en el mosaico tanto como en la pintura – en simple pretexto para suntuosas composiciones decorativas” (CABANNE, 1979, p. 1309), características visibles en los mosaico s de Justiniano y Teodora de mediados del siglo VI d.C. Durante los siglos VIII y IX de la era cristiana se vivió una época difícil para cualquier tipo de imagen que representara a un ser terrenal o celestial. En el Imperio Romano de occidente se había asumido la postura de que el arte de la pintura, como medio al servicio de la iglesia, “debía ser para los iletrados lo mismo que la escritura para los que saben leer” (GOMBRICH, 1995, p. 109). Las imágenes, de esta manera, transmitirían a los fieles las enseñanzas de la Biblia. El objeto del arte era el de ser útil, razón por la que el tema debía ser expresado con tanta claridad y sencillez como fuera posible. En el lado oriental del imperio, y encontrando sus raíces más profundas en la influencia abstracta del arte del cercano oriente (ISLAM), existía un partido que se oponía al mandato eclesiástico que se ejercía desde la porción occidental del imperio en cabeza del Papa. Dicho partido se denominaba el de los Iconoclastas y se oponía fundamentalmente al uso de las imágenes en las iglesias, razón por la que se promovió, durante su predominio, la destrucción de muchas de las que ya decoraban los templos del imperio. Pasado este momento, las imágenes volvieron a cobrar tal importancia, que se las veía no como ilustraciones al servicio de los analfabetas, sino como reflejos místicos del mundo sobrenatural.
Durante la alta edad media el retrato fue prácticamente ignorado hasta que resurge con la moda de las efigies funerarias de soberanos muertos. A partir del siglo XIV las efigies de los grandes personajes eran ya fieles retratos. En el siglo XV, con la llegada del renacimiento, hubo un desarrollo general de la pintura de retrato en todo occidente. En contra de la representación metafísica que caracterizó el arte de la edad media, el renacimiento recuperó para las artes plásticas la corrección de la forma, lo que permitió trasladar la fisonomía del personaje ala pintura y la escultura. Los flamencos, encabezados por Jan Van Eyck y Roger Van der Weyden alcanzaron una rigurosa precisión descriptiva. En Italia, artistas como Pisanello, Piero de la Francesca y Botticelli alcanzaron una importante penetración psicológica en sus obras.

En la primera mitad del siglo XVI se enfrentaron dos conceptos del retrato. De un lado, la severidad septentrional, representada por las efigies incisivas del alemán (…), y de otro lado, la sensibilidad mediterránea, vigente en los rasgos seductores que Rafael imprime a casi todos sus modelos. Entre estas dos tendencias se sitúa toda una gama de artistas: Leonardo, Tiziano, Bronzino, Veronés, Cranach, Durero, El Greco…( CABANNE, 1979, p. 1310).

En el siglo XVII se impone en toda Europa el retrato de corte, el cual triunfa de manera particular en España, especialmente en manos de Velázquez. Destacan las múltiples efigies de Felipe IV representado individual o grupalmente con su familia y corte (Las Meninas), así como los retratos de personajes menos ilustres como El Bufón de Valladolid.

Al otro lado de Europa, en el norte, Rembrandt estudia el alma de los retratados, empezando por la suya propia en numerosos autorretratos. A estos personajes que sorprenden por su profundidad y misterio, Peter Paul Rubens opone la certidumbre de una vida serena y feliz, encarnada en las figuras de sus esposas o en las efigies que representan a quienes detentan el poder.

El siglo XVIII muestra a un pintor como Goya, quien con su agudeza y expresión introduce el retrato en el camino de un realismo irreversible, trazando de antemano el camino que seguirían las artes plásticas modernas. En la primera mitad del siglo XIX, las dos grandes corrientes, el Romanticismo y el Neoclasicismo, se movieron en terrenos idealistas, en búsqueda de os sublime. Delacroix y David respectivamente, fueron sus máximos exponentes. En esta época destaca la figura de Ingres, quizá el gran retratista de este período, quien supo mantenerse un poco al margen de las corrientes de su momento. Más tarde Courbet impondría al retrato las conquistas del movimiento realista, superando los límites del retrato personal y evocando tipos humanos marcados por una condición social particular

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A partir de la segunda mitad del siglo XIX, con la aparición y perfeccionamiento de las técnicas fotográficas, el retrato pierde paulatinamente su aspecto documental, para volverse un problema plástico en el que se prefería, cada vez más, reflejar unos rasgos morales y subjetivos en detrimento de unas características físicas. La descomposición de retrato es ya evidente en un artista como Vincent Van Gogh, quien utilizó como elementos expresivos la deformación de los sujetos y un colorido exaltado, un poco arbitrario, que respondía a intereses y búsquedas del propio artista. Para los Fauvistas, una de las primeras vanguardias del siglo XX, el retrato no fue más que un banco de pruebas pictóricas. Para los expresionistas, el rostro del retratado fue un medio por el cual buscar el drama del individuo frente a su propio destino. Para Picasso, en cualquiera de sus momentos plásticos, el retrato fue un medio por el cual se demuestra la verdad propia del artista, del genio. Para los surrealistas como Salvador Dalí, el retrato fue un símbolo. Para los abstractos sólo fue un pretexto. En artistas posteriores como Willem de Kooning, Karel Appel, Andy Warhol, Segal, entre otros, el artista utiliza el retrato para buscar el “como” y el “por que” de su que hacer artístico.

En nuestros días, un retrato constituye más la confesión del artista que la proyección del modelo. A partir de las mutaciones sufridas por el arte desde principios de siglo, tanto en el terreno de la percepción como en el de la visión, a los grandes artistas contemporáneos no se les ha encargado, salvo raras excepciones, retratos. No obstante, si los pintores se han apartado del retrato, han seguido fieles a la figura y, cuando se dedican a representar un rostro, lo hacen para hallar, más allá de lo inmediatamente visible, algo de mayor profundidad y, sin duda, más verdadero. (CABANNE, 1979, p. 1318).

El arte del retrato en el contexto latinoamericano, y especialmente colombiano y antioqueño ha tenido un desarrollo particular y, hasta cierto punto distinto. Durante el período colonial, el retratismo no tuvo mayor importancia. El arte se dedicó a servir, como una herramienta útil, en el proceso evangelizador, subsanando en parte, las dificultades impuestas por la lengua, y sirviendo como una especie de ayuda visual. En esta época llama la atención la figura del pintor Santafereño Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, considerado como uno de los mejores, sino el mejor, de los pintores de su tiempo en la provincia. Nacido en Santa Fe de Bogotá el 9 de mayo de 1638, el pintor fue el artista más fecundo de la América virreinal, contándose más de 500 cuadros de su autoría. Su obra no puede considerarse en modo alguno, perteneciente a la estética colonial, así como tampoco puede pensarse como enteramente barroca. El artista, en su obra, asimila de manera más o menos consciente “las soluciones técnicas de talleres europeos en los problemas típicos del arte renacentista y las nuevas orientaciones de la contrarreforma en su versión española”(GIL TOVAR, 1975, p. 837).

De formación lenta y constante, el artista conoció el arte español de la época a través del capitán Murillo, hijo del pintor sevillano homónimo, quien vino a vivir a la nueva granada trayendo con sigo una importante colección de la obra de su padre. Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos constituye un capítulo aparte en la historia del Arte Colombiano. En el caso particular antioqueño, los primeros retratos realizados son los de los donantes, los cuales se ubican en las esquinas inferiores de las obras demostrando devoción por la imagen central o en señal de agradecimiento por algún beneficio otorgado por el santo. Al final del período colonial, y como reflejo de una paulatina pérdida del poder eclesiástico, surge un nuevo tipo de arte denominado virreinal. Las pinturas, completamente desacralizadas, representan las autoridades civiles más destacadas. Las poses son frías y acartonadas, predominando las figuras vistas en tres cuartos de cuerpo, pero en dichas pinturas se destaca la meticulosidad y filigrana con la que se elaboran detalles objetuales y escenográficos (ropajes, cortinas, escudos de armas). Durante el período republicano, las obras retratísticas siguen en esencia las mismas directrices y el mismo carácter del arte virreinal, salvo que se reemplazan los personajes y los símbolos que los acompañan. Ya no son los altos funcionarios del imperio de “casaca y peluca”, sino los “nuevos héroes militares de patilla, bigote y uniforme militar” (MEJÍA y VIVES, 1993, s.p), dela misma manera que los símbolos republicanos reemplazan los símbolos imperiales. Los retratos acusan una alta dosis de ingenuidad y las poses de los retratados siguen siendo bastante estereotipadas. El verdadero primer arte republicano es de la miniatura, las cuales se hacían sobre pequeños pedazos de marfil previamente preparados utilizando acuarelas o pinturas al óleo. La función de las miniaturas era la de permitir llevar a todas partes un recuerdo de un ser amado, por o que se solicitaban con motivo de matrimonios, compromisos o muertes. Es importante mencionar también la relevancia del retratismo de provincia durante el siglo XIX. Aquí, es el retrato privado de las nuevas clases sociales emergentes (mineros, comerciantes) el que es protagónico. Era hecho por artesanos con alguna habilidad pictórica a los que se les hacía el encargo, razón por la que en los trabajos se aprecia la falta de formación artística.
Fue sólo con la aparición de las academias, herederas de las homónimas europeas creadas durante los siglos XVII y XVIII, que el arte colombiano gana la corrección de la forma y la veracidad entre la representación y lo representado. Durante este período, acaecido entre 1880 y 1910, predomina el concepto del arte como copia, imitación o mimesis. El arte afirma una relación determinante para con lo real a partir del principio de negación hacia cualquier disidencia, tergiversación o deformación del modelo natural. “Las Academias se apoyan en el concepto de que el valor del Arte es seducción, entretenimiento, halago, que radica y se desprende en la reproducción literal, fidedigna de la realidad eterna” (RIVERO, 1982, p. 13). El Arte de la época se caracterizó en términos generales por tener un predominio de una temática figurativa de corte clásico o académico y una gran preocupación por el oficio perfecto y tradicional.

El retrato y el paisaje son los grandes temas de la pintura colombiana de fines del siglo pasado (XIX). Gracias a los primeros tenemos una interesante iconografía de los personajes más destacados de nuestro país y, a partir de los segundos, tenemos una valiosa documentación sobre nuestros campos y aldeas. (RUBIANO, 1975, p. 1291).

En Colombia se destacan Epifanio Garay, Ricardo Acevedo Bernal, Francisco A. Cano, entre otros, como exponentes del arte académico. Posterior a este momento, el arte colombiano vive unos procesos similares a los descritos para el arte occidental, aunque sin la radicalidad ni la multiplicidad de movimientos y artistas. En la primera mitad del siglo se destacan: Andrés de Santa María, con influencias postimpresionistas en su obra; Pedro Nel Gómez, representante del nacionalismo en el arte colombiano; Ignacio Gómez Jaramillo, artista con influencias cubistas en su obra; Débora Arango, con una obra de un claro carácter expresionista; Enrique Grau, influenciado también por el cubismo; entre otros.

Si bien Fernando Botero ha hecho múltiples retratos, entre los que se destacan la serie de “Pedritos”, los diversos autorretratos que hacen parte de diversas obras, la serie de artistas a los que hace homenaje con sus pinturas (Picasso, Velázquez, Ingres, Piero de la Francesca, Cezanne), la mayoría de los personajes que habitan el mundo plástico de la obra de Fernando Botero son inexistentes. En ambos tipos de “retratos” (si es que los segundos se pueden llamar de esta manera) se reconocen las características mencionadas como propias para los movimientos o artistas plásticos modernos. Tanto sus retratos de personas reconocibles y sus retratos de personajes anónimos acusan una búsqueda plástica explícita y definida en la que son el volumen y el color las cualidades pictóricas que marcan la pauta. Todos sus personajes pueden considerarse pretextos sobre los que el artista proyecta una visión y una intención plástica.

Al lado de lo anterior está el hecho de que Fernando Botero en sus pinturas no pretende hacer un comentario sobre la realidad, es decir, que no pretende representarla de una manera fiel. En diversas entrevistas ha dicho que él pinta el mundo latinoamericano, la Colombia que conoció de niño y de joven antes de viajar a Europa; pero al mismo tiempo es una Colombia imaginada:

A mi me interesa hacer una pintura que, en cierta forma, recree ese mundo latinoamericano que conocí de niño, de manera que cuando la gente piense en Latinoamérica mis cuadros estén ahí, ayudando a crear una imagen poética. Esa realidad latinoamericana es, pero no existe. Es y no es. Esa realidad no existe, pero yo la he visto. Es interesante porque uno está recreando un mundo que es y no es y que al final va a ser.” (ESCALLÓN, 1992, p. 37).

Sus figuras parecen, todas, personajes sacados de un mundo que tiene nexos con el real, específicamente con el mundo en el que creció el artista, pero igualmente de un mundo creado por él. Sus vestimentas y accesorios se reconocen pertenecientes a un lugar en el tiempo ubicado en la primera mitad del siglo XX. La fisonomía de sus personajes, es decir el color de su cabello, sus bocas carnosas, sus ojos, sus bigotes bien afeitados, intentan responder a un prototipo de hombre y mujer latinoamericanos, o más exactamente al fenotipo humano que conoció Fernando Botero en la capital del Departamento de Antioquia (Medellín) en sus primeros años de vida.

Siempre he tratado de hacer un personaje latino. Es el personaje que se ve en mis cuadros y que viene del arte popular, de la realidad, de acá y de allá. (ESCALLÓN, 1992, p. 24).

Sin embargo se podría objetar que esos personajes de piel blanca y ojos carmelita no son una muestra fidedigna del prototipo humano latinoamericano, producto del mestizaje racial que entre blancos, indios y negros se dio en los tiempos de la conquista y la colonia hispanas. Habría que responder aclarando que el artista creció en un momento social, cultural y político que reforzó, particularmente en Medellín, el mito de la raza paisa.

La mayoría de los autores locales de principios de siglo coinciden en que el componente racial antioqueño es español, castellano, con un poco de sangre semítica en sus venas; esta última raza explicaba la inteligencia y comprensión en los negocios de los paisas. También concuerdan en que los componentes indígena y negro son insignificantes. Los negros se caracterizaban como pillos, perezosos, viciosos, bulliciosos e indisciplinados y, obviamente de la clase pobre. (LONDOÑO, 1998, p. 336).

Al mismo tiempo se encuentra que estos personajes parecen estar sostenidos en una especie de limbo silencioso y eterno. Así dirijan la mirada al frente, como es el caso de “Colombiana”, sus ojos no se clavan en el espectador, no lo siguen, no denotan temperamento alguno, no expresan ningún sentimiento. Sus ojos miran eternamente al espacio vacío. Lo mismo sucede con sus bocas; se encuentran cerradas, tranquilas, impasibles. Por esto hay críticos que consideran que los personajes de Botero parecen un poco tontos, faltos de carácter, y es que al artista no le interesa particularmente el drama de la condición humana:

Yo no quiero que la gente en mis pinturas parezca particularmente inteligente. Tampoco quiero que miren al espectador; ellos miran hacia el espacio vacío. (STEPHAN, 1992, p. 162).

No hay ningún interés de tipo metafísico, psicológico o filosófico. La creación es lo único que le interesa. Para el artista la pintura significa crear un trabajo poético, estético, bello, armónico, plácido desde un punto estilístico particular.

Para mi cada pintura es como una naturaleza muerta(…). Una cara se convierte en una manzana. No tengo ningún mensaje metafísico que trasmitir. Simplemente quiero ser un pintor y veo mis sujetos como un pintor, no como un comentarista, un filósofo o un sicoanalista. No tengo deseo de expresar pensamientos profundos acerca del mundo o acerca de la vida en general. Quiero pintar como si siempre estuviera pintando fruta” (STEPHAN, 1992, p. 160).

Sus personajes, aunque anclados o referidos a un espacio y un tiempo particulares no son más que hechos plásticos, formas que el artista utiliza en sus composiciones. El hecho de ser un pintor figurativo lo obliga a crear y ubicar formas, en el espacio bidimensional de la pintura, sobre las cuales aplicar el color.

En el caso de Colombiana cabe destacar que la mujer representada lleva como accesorios importantes una diadema decorada con un par de flores; un par de pendientes largos, dorados, rematados por una piedra blanquecina; al tiempo que su largo pelo hace una moña sobre el lado izquierdo de su frente, y unos bucles caen sobre el hombro derecho. Aunque tanto la diadema como con flores como los pendientes tienen usos alegóricos y simbólicos particulares y distintos en diversas culturas, el pintor los ha utilizado por un lado como objetos plásticos, y por el otro como elementos que enfatizan y distinguen lo femenino de lo masculino (lo anterior es extensivo al cabello y a la manera en que este es llevado). Lo anterior se complementa con el maquillaje sutil que tiene la figura; sólo una sombra verdosa y un poco de labial rojo adornan su rostro (para ampliar sobre los usos y costumbres femeninas antioqueñas en la sociedad de principios de siglo véase los análisis históricos de obras como El Balcón y La Plaza). Valga pensar que en una sociedad de ciudad pequeña en los albores del siglo XX colombiano, de talante conservador y provinciano, la diferencia de géneros (y con esto se hace alusión no sólo a su indumentaria sino también a sus costumbres, comportamientos, espacios) debía conservarse bien marcada.

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