El Zurdo y su Cuadrilla
1987
Pintura (Óleo / Tela)

Ubicación:

Sala Fernando Botero

Análisis artístico

Espacio:
 
No hay un trabajo de perspectiva lineal en la construcción del espacio; la profundidad se logra por la disposición por planos de los objetos y personajes y por la degradación tonal. El peso se concentra en la figura central, rodeada de dos figuras a cada lado, lo cual da equilibrio a la composición. La escala utilizada no corresponde a los parámetros académicos pues hay un contraste entre figuras gigantes y enanas, que evidencian monumentalidad y trastocan las proporciones; por ejemplo en el caso del personaje central y el caballo. La direccionalidad es de abajo hacia arriba, por la disposición de los elementos en el espacio.

Forma:

En la composición se describen varios contornos: circulares en los follajes y las naranjas; triangulares en los troncos, en la figura sedente, en la mujer, en el mozo de espadas y en la figura ecuestre; el torero del centro describe un contorno rectangular en formato vertical. Las líneas de contorno son continuas y definidas, marcando diferenciaciones cromáticas. En el dibujo de los personajes hay líneas gruesas que definen los volúmenes; en los detalles de los rostros y la ornamentación de los vestidos, las líneas son más finas y demarcadas. El follaje está construido con manchas de color, contrastando con el cuidadoso trabajo de dibujo de los primeros planos. El dibujo esquemático de la silla y los troncos contrasta con el detallado trabajo de dibujo de los personajes.
La composición es naturalista, pues se reconocen los elementos representados, aunque esta concepción figurativa se aleja de las normas académicas en cuanto hay exaltación de las formas, de los volúmenes y de la monumentalidad. Es visible el contraste de figuras gigantes y enanas (el torero central y la figura ecuestre, por ejemplo).

Es destacado el estatismo de los personajes, característico de la obra boteriana, tal y como el mismo artista lo ha afirmado: “(…) lo que me interesa es congelar, eternizar el movimiento, esto que se ha llamado el movimiento estático, que considero como el más refinado que se puede dar en la pintura.” (Entrevista con Camilo Calderón, Bogotá, 1993).

Color:
 
En la obra se distinguen los siguientes tonos: ocre, rojo, café, verde, blanco, rosa, gris, negro, amarillo, naranja y piel. Los tonos presentes en las figuras humanas (todos los anteriores exceptuando el ocre y el naranja) se iluminan y se saturan para demarcar los volúmenes. En los capotes, el rojo y el verde tienen matices que crean las formas de los pliegues.
En el follaje se crea tanto una textura visual como táctil; esta última debido a la acumulación del pigmento, que contrasta con la pincelada lisa del ropaje y los personajes. El tono café se satura en la silla y las botas del picador; se ilumina en la montura y se oscurece en los troncos y los cascos del caballo. En el tono ocre del piso hay manchas oscuras a la derecha de los personajes indicando sombras.
La textura es plana, con algunas zonas de textura táctil (follaje, mantilla y cabello de la mujer, troncos de los árboles, ornamentación de los trajes de luces, venda del caballo).
 
ANÁLISIS HISTÓRICO:
Esta obra corresponde al retrato de una cuadrilla de toreros, anónimos y ubicados armónicamente, al aire libre.
De las obras de La Corrida que representan personajes, Ana María Escallón ha dicho:
 
(…) en ninguno de ellos existe una similitud estricta con la tauromaquia, sino que es recreación libre donde el propósito es ver la realidad a través de sí mismo. Allí donde hay razones y motivos. Su figuración omite la representación y la grandilocuencia del retrato académico. Por eso sus personajes están vacíos, no sienten valentía, no aparece el orgullo del reto ni la fuerza de un enfrentamiento. No hay carácter, retórica ni dimensiones morales o sicológicas. (ESCALLÓN, 1993, p. 4C).
 
 
El vocabulario con el que José María Cossío inicia su gran obra de Los Toros, define la cuadrilla como el “conjunto de diestros de a pie y a caballo que lidian los toros bajo las órdenes de un matador” (COSSIO, 1943., Vol. 1, p. 50).
 
En esta obra, Botero ha representado la cuadrilla de algún torero apodado El Zurdo, quizá por utilizar su brazo y mano izquierdas a la hora de lidiar, tal y como lo evidencia al llevar el estoque en su mano izquierda; es de resaltar la paradoja que resultaría decir que se trata de un diestro (sinónimo de torero) zurdo. Esta cuadrilla tiene en el personaje central al matador del que nos hablaba Cossío; como director del grupo y de la lidia en el momento de entrar en la plaza, ha de dirigir el desempeño de cada miembro de la cuadrilla.
 
Inicialmente, el toreo fue una actividad deportiva de nobles y aristócratas; después del siglo XVII, poco más o menos, se convirtió en el oficio de muchos miembros de estratos más bajos. Es de resaltar que muchos de los más famosos toreros del siglo XVIII, formados en la Escuela de Tauromaquia de Sevilla, iniciaron su contacto con los toros como empleados del matadero aledaño (Ibíd., Vol. 1, p. 573). Tras la profesionalización de este oficio, los matadores, siempre admirados por las clases populares, conquistaron cierto estatus, lo que les permitió sentir cierta pertenencia a las élites culturales de España y otros países. Además, ciertos hombres cultivados se hicieron toreros, creando tensiones con aquellos de origen más popular (es el caso de Luis Mazzatini descrito por Cossío, Ibíd., p. 575).
 
Esta cuadrilla pintada por Botero tiene además un torero subalterno, que no obstante, viste traje de luces dorado y lleva muleta, como si fuese el torero principal; pero su tamaño y ubicación lateral, dejan el claro su estatus en el grupo. A este subalterno de la cuadrilla que colabora con el matador se le denomina peón de brega; además de darle consejo al matador, lo respalda en la plaza y llega hasta el punto de continuar la faena en caso de herida del espada. También se encarga de tantear el comportamiento del toro recién salido del toril, de dirigir el toro al terreno adecuado para la pica o la estocada, de corregir sus resabios y prepararlo para facilitar el triunfo del matador (Cf., GUARNER, 1982, p. 35 y ss.). La preeminencia del toreo de a caballo antes del siglo XVIII fue un poco desdibujada por la importancia que toma el de a pie; a partir de esa época, se eleva en la jerarquía el matador o espada, seguido de los medias-espadas, o subalternos que lograban destacarse cuando los espades les cedían la muerte de algún toro. Los banderilleros ocupaban un estrato intermedio, pues además de este oficio se encargaban de capear e incluso estoquear a los animales. Hoy en día esta práctica está prohibida por los reglamentos, y para aquel lidiador que quiera convertirse en matador, se disponen las novilladas como prueba previa a la alternancia con los espadas; igualmente, los tentaderos y encerronas celebrados en ganaderías, son escuela para los jóvenes toreros. La alternativa es una ceremonia solemne en la que el torero adquiere la categoría de matador; “en ella, el espada más antiguo cede al que por primera vez alterna con matadores de toros la lidia y muerte del primer toro (…)” (COSSIO, Op. Cit., Vol. 1, p. 583). 

El matador entrega al primerizo su espada y su muleta, y recibe de éste el capote; el padrino da al ahijado algunas palabras de felicitación o consejo; para el segundo toro, es el nuevo espada el que entrega los trastos de matar al veterano, y continúa la fiesta sin más interrupciones. El acto de la alternativa es de gran importancia en el mundo de toreo pues es en el que se basan los derechos de antigüedad de los matadores, entre ellos el orden que han de seguir en la lidia; la alternativa planteó varios problemas a los diestros aún desde el siglo XVIII, pues algunos toreros de igual mérito pretendían iniciar la corrida, aún sin respetar la antigüedad de otros (algunos incidentes de este tipo son descritos en Ibíd., Vol. 1, p. 584 y ss.). Años atrás sólo se tenía en cuenta la antigüedad obtenida en la alternativa en la plaza de Madrid; hoy en día, la antigüedad la presta cualquier plaza, pero se mantiene la costumbre de repetir la ceremonia la primera vez que se torea en la de Madrid, como cortesía al público de la más importante plaza de toros de España. (Para otros asuntos relativos a los usos y costumbres de los toreros, como el apodo y tratamiento y los contratos y honorarios, véase Ibíd., Vol. 1, p. 588-598).
 
El torero y el peón de brega que pinta Botero llevan el traje de luces tradicional, con prendas llamativas, algo excéntricas para el gusto común y por eso de uso estricto para el espectáculo taurino. Los primeros toreros de a pie vestían jubones de terciopelo en color marrón, sobre los que llevaban bandas distintivas; llevaban también calzón corto sujeto con correa de ancha hebilla, medias gruesas y zapatos fuertes. Usaban un sombrero ancho, como el castoreño que hoy llevan los picadores; su capa, utilizada cotidianamente, les servía para embestir a los toros. En 1766, el secretario de estado español, marqués de Esquilache, prohibió el uso de la capa, lo que generó motines y revueltas entre el pueblo; por eso, para torear, la capa fue reemplazada por el capote, una prenda hecha de resistentes telas, rosa por un lado y amarillo por el otro; además de resistentes estas telas debían ser algo pesadas, para que el viento no las ondeara. “A principios del siglo XIX se reformó la ropa para torear, desapareció el jubón y surgen las primeras chaquetillas adornadas con flecos y bordados de lentejuelas, rosas, blancas y azules” (GUARNER, Op. Cit., p. 18); en esta época, los chalecos eran más altos que los actuales, no se usaba corbatín, y se introdujeron la faja y una redecilla que enfunda el cabello y se sujeta en la parte alta de la cabeza. Años después, los adornos inundan el traje de los toreros, con bordados en oro y plata, colores llamativos e inclusión de alamares y borlas; en la cabeza llevan la montera –introducida por Francisco Montes Paquiro-, y las zapatillas pierden las hebillas. Se reintroduce el corbatín, que desde momento se adelgaza, lo mismo que las fajas; los trajes de la primera mitad del siglo XIX eran tan recargados de adornos que llegaban a pesar hasta veinte kilos. Ya para 1915, la coleta natural es sustituida por un añadido, de manos del famoso torero Juan Belmonte; las monteras toman su forma contemporánea, y se establecen colores determinados para los toreros principales y los subalternos; los primeros visten con seda bordada en oro y plata, y los segundos, en blanco o negro. Las medias de algodón blanco son reemplazadas por las de color rosa hechas en seda, y así se mantienen hasta hoy. Desde 1922, el peso de los trajes se alivianó, al reemplazar los pesados adornos por bordados más sencillos y ligeros apliques. Para los toreros, colocarse el traje de luces es todo un rito; hay un orden establecido para la postura de las prendas, las cuales son hechas a la medida y gusto del matador (Para una historia del traje de torear de los diestros de a pie, véase COSSIO, Op. Cit., Vol. 1, p. 599-611).
 
En este cuadro de Botero no aparece ninguna capa o capote de brega, de aquellos con un lado rosáceo y otro amarillo, pero sí dos llamativos capotes de paseo. El capote es más corto que la capa, es más lujoso, recargado de bordados, de telas finas; los de los banderilleros son igualmente suntuosos, pero no tanto como los de los matadores, algunos de los cuales mandaban a bordarles imágenes religiosas. “El capote de lujo tan sólo se luce en el paseo de las cuadrillas. Los de brega los lleva el mozo de espadas en una espuerta, y al terminar el paseo se trueca el de lujo por él, y aquél se entrega generalmente a alguna persona en señal de deferencia para que le tenga y cuide durante la corrida. Al terminar vuelve a requerirle el diestro y sale de la plaza con él” (COSSIO, Ibíd., Vol. 1, p. 872). El subalterno pintado lleva una muleta, instrumento con el que torea el lidiador antes de la estocada; una leyenda dice que la muleta fue inventada por Francisco Romero, el patriarca de una familia de toreros malagueños.

En su Tauromaquia (1809), Pepe Hillo la define así: “La muleta se hace tomando un palo ligero de dos cuartas, o sea unos 40 cm de longitud y que tenga un gancho romo en uno de sus extremos, en el cual se mete un capotillo cuyas puntas deben unirse al otro extremo del palo, dándole algunas vueltas para que quede sujeto” (citado por GUARNER, Op. Cit., p. 77). Poco a poco, el palo se hizo más largo, hasta alcanzar los 50 cm, igualmente, la tela se alargó un tanto; Francisco Arjona Currito y otros toreros, a fines del siglo XIX, utilizaban muletas muy grandes, lo cual incitaba comentarios irónicos entre los entendidos. La muleta debe ser tomada en el centro del palillo, de modo que el instrumento forme un ángulo recto con el cuerpo del torero. A diferencia de la práctica actual del toreo, antes de que se formalizara la tauromaquia los toreros no usaban la muleta, acaso daban algunos pases por delante de la cara del toro, con su mano izquierda; hoy en día, las suertes de muleta hacen parte fundamental del tercer tercio de la lidia y se realizan con la mano derecha preferiblemente. El color rojo de la muleta ha sido asociado por la imaginación popular “(…) a la sangre y al desafío que esto produce en el toro. De poco han valido las opiniones científicas de que la visión del toro no lo aprecia y que el animal acude al movimiento, no al color…” (AMOROS, 1990, p. 132). La espada que lleva El Zurdo es denominada estoque; deriva de la antigua espada usada en los ejercicios de jineta del siglo XVI. Hoy en día es una hoja de dos filos de unas treinta y ocho pulgadas de longitud; se construye de acero duro y forjado, para que sea más fácil que se tuerza a que se rompa; no es totalmente recta, pues en la punta lleva una pequeña curvatura llamada muerte (Cf., COSSIO, Op. Cit., Vol. 1, p. 878-879).

Las cualidades de un buen torero dependen del buen uso de estos instrumentos y de su desempeño ante en las suertes de la lidia; Marcial Lalanda decía que el diestro ideal debía reunir tres atributos fundamentales: técnica, valor y arte (Véase AMORÓS, Op. Cit., p. 188 y ss.). A partir de éstos, poetas y críticos han señalado otros, como el poder, la altivez, el conocimiento, la armonía, la elegancia, la inteligencia, el orgullo y la pasión, cualidades que no están presentes en las figuras de Botero, a quien interesan más los problemas pictóricos que los de la realidad y de los dramas de la corrida.
 
Igual que el subalterno, en esta obra la figura ecuestre que representa al picador y al caballo tiene una notable desproporción, la cual minimiza la preponderancia que tendría, en tamaño, frente a la figura solitaria del matador. Los picadores, generalmente, son de origen campesino, y su perfil sociológico es diferente de los toreros de a pie, casi siempre de procedencia ciudadana; el toreo de a caballo, como se mencionó, fue desplazado por el de a pie, haciendo que tomara más relevancia pública la figura del matador y acaso la del banderillero y subalterno. Este picador lleva la indumentaria clásica; la chaquetilla del picador derivó de la del torero, pero en la del primero, es más ancha de hombreras y está reforzada por coderas en las mangas; igual que éste, lleva camisa, chaleco, corbatín y faja. Debajo de su calzona, la cual lleva botones a los lados para poderla cerrar, el picador lleva un relleno de guata que cubre el vientre, los muslos y la pierna izquierda, con el fin de protegerlo de las cornadas del toro; además de este relleno, lleva en las piernas la mona, hecha de hierro y ajustada con bisagras y pasadores. Estos toreros de a caballo usan zapatos metálicos; en el pie izquierdo, llevan una espuela, usada para punzar al caballo y conducirlo al lugar adecuado para picar al toro. El sombrero castoreño que llevan los picadores “(…) no es sino una variación del sombrero de medio queso, típico de los majos del siglo XVIII” (COSSIO, Op. Cit., Vol. 1, p. 611); a la cinta que lo sostiene por la cara se le denomina barbuquejo o borboquejo. En el toreo es destacada la pareja hombre-caballo, y, aunque no se hace mucho, es interesante insistir en el papel del animal, como lo hace José María Cossío: “El caballo ha sido auxiliar de la forma más noble del torear y desde tiempos muy remotos. Función de caballeros era el toreo y en caballos se le practicaba” (Ibíd., Vol. 1, p. 886).

 
El mozo de espadas que pinta Botero en esta cuadrilla, también es pequeño y está cubierto en gran parte por el caballo y un capote de paseo, como para indicar su marginalidad de la gran figura del matador; la tarea del mozo de espadas es la de cuidar de los instrumentos utilizados por los toreros, y entregarlos en el momento de ser usados en la lidia.

La mujer representada aquí, que por su atuendo recuerda a una manola española -cuyos atributos son el vestido con mangas largas, el abanico y la peineta con mantilla-, no hace parte de la cuadrilla, que es exclusiva para profesionales del toreo; no obstante esta situación, la mujer es parte esencial de la fiesta brava, pues a ella es a quien algunos matadores dedican sus brindis de triunfo, sus toros estoqueados, sus premios y reconocimientos. Las expresiones culturales que acompañan las celebraciones posteriores a una corrida de toros -sobretodo en los pueblos del sur de España-, son de amplio dominio femenino: el cante jondo, el baile del flamenco, la preparación de comidas y bebidas, entre otras.
 
El escenario en el que se encuentran los personajes de la cuadrilla hace referencia a un bosque, o a un cultivo de naranjas; esta disposición arbitraria se explica en la lógica que acompaña su trabajo: la lógica de lo improbable, (ESCALLON, 1992, p. 46)contrapuesta a la de lo imposible, pues aunque Botero se aleja de la realidad para pintar, no renuncia a ella: la toma como pretexto, la mezcla con las ideas que le vienen del estudio de la historia del arte, la trasgrede. Botero se toma libertades con la perspectiva y con las proporciones; en esta obra este último recurso es destacado, y así lo vio Martínez Novillo:
 
Donde Botero ‘torea a gusto’ es en los grandes cuadros de grupos. Siempre han sido claves en su obra. Como un maestro de la composición, sabe disponer sus corpóreas figuras de manera que no se estorben entre sí en el lienzo, a veces incluso con evidentes licencias de perspectivas y escalas que el pintor sabe utilizar con toda intención y expresión de jerarquía, como en El zurdo y su cuadrilla, de 1987, donde el picador a caballo es más pequeño que el espada dentro de la más pura ortodoxia taurómaca. También en esta composición sorprende el fondo de bosque de árboles frutales que confieren al grupo una imagen de armonía y profundidad (1992, p. 24).
 
Para Camilo Calderón, el asunto de la desproporción en La Corrida, y sobre todo en este cuadro, le hace decir: “el mundo del ruedo vuelve a ser de gigantes y enanos: el héroe bien grande, el personaje pequeño reducido a símbolo. Es grande o pequeño, sólo porque así lo exige la composición, la estructura abstracta del cuadro (…)” (1993, p. 11).
 
“Las necesidades del acto pictórico” hacen que Botero recurra a viejas estrategias, con el fin de lograr armonía en la estructura de la composición, resaltar la importancia del suelo y ubicar colores allí donde los necesita. Los leños dispersos por el suelo, además de reafirmar la presencia extraña de estos personajes en un bosque, cumplen esas condiciones, recordando, de paso, la búsqueda de un Ucello, quien en algunos de sus cuadros, contrastaba las esferas de las armaduras y los cuerpos de los caballos con los tallos de las lanzas rotas y regadas por el piso.

Estos personajes de una cuadrilla aparecen impasibles, quietos, hieráticos; es preciso recordar lo que afirmó un especialista en la obra de Botero: “Antes de caracterizarse por sus pensamientos, sus afectos o sus emociones, poco visibles sobre sus rostros, los seres surgen como volúmenes en un espacio de tres dimensiones. Para Fernando Botero, un ser, en primer lugar, es un volumen o un conjunto de volúmenes. Pero no son volúmenes inertes o formas geométricas aisladas del mundo cotidiano” (LASCAULT, 1992, p. 59), y por eso esta cuadrilla, en la vitalidad de su color y en el acierto de su composición, nos entrega quizá una experiencia de la realidad del pintor, de su trabajo imaginativo y del resultado de sus experimentaciones con el tema de la corrida. Como lo afirmó Ana María Escallón a propósito de las obras de La Corrida:
 
“El hieratismo niega el furor de una fiesta, el sentimiento expresivo se detiene en un gesto de conector de emociones, porque a Botero le interesa la expansión de lo impasible” (ESCALLÓN, 1993, p. 4C).

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