Análisis histórico
La naturaleza muerta o bodegón es un género pictórico que comprende no sólo la representación de frutas, sino además, de todo tipo de comestibles, preparados o sin preparar, al igual que flores, utensilios de cocina, libros, lámparas, calaveras y toda clase de objetos inanimados, por lo general reunidos sobre una mesa, la cual aparece en muchos casos evidenciada, y en otros sólo se insinúa.
La aparición de la naturaleza muerta se remonta al período clásico con los griegos y romanos; los primeros adornaban los muros de sus tumbas con motivos frutales, que servían de alimento en el viaje del difunto; de similar manera los romanos decoraban sus muros y columnas, pero no en tumbas, sino en sus propias casas, con la presencia tanto de frutas como de flores, que simbolizaban presentes para los visitantes. Es de notar que en los inicios el género cumplía una función meramente decorativa.
Ya en la Edad Media se da la aparición de objetos inanimados, acompañando a los personajes en las escenas religiosas; en la Edad Media tardía comenzaron a ser relevantes los temas de mercados, los cuales fueron desplazando gradualmente al tema religioso, convirtiendo a los productos agrícolas en el centro de atención; estas pinturas eran encargadas por dueños de fincas, y servían de publicidad a la calidad de los productos cultivados en sus tierras.
Durante los siglos posteriores, los objetos inanimados desaparecieron de los lienzos, reapareciendo con gran fuerza en el siglo XVII, en el periodo barroco, considerado como el de mayor esplendor, en especial en la producción pictórica holandesa y flamenca, la primera con innovación de la representación de banquetes monocromáticos, enmarcada en el absolutismo, donde la nobleza cortesana derrochaba esplendor y majestuosidad; la segunda estuvo caracterizada por el virtuosismo y la reproducción meticulosa de todos los detalles de los objetos. En Francia y España los pintores se interesaban por flores y frutas, siendo influenciados en ocasiones por los grandes maestros de Holanda Y Flandes.
En el siglo XIX, el bodegón perdió interés como objetivo pictórico de los artistas, quienes preferían el trabajo al aire libre. Van Gogh es uno de los pocos artistas de la época que se interesó profundamente en la representación de objetos, otorgándoles a los mismos una carga sicológica. Con Cézanne, post-impresionista, el género alcanzó la más alta expresión; el artista realizó intensos estudios sobre la forma, el color y el dibujo, utilizando frutas y objetos simples.
Seguidamente, aparecieron varios movimientos que heredaron los conceptos trabajados por pintores como Van Gogh y Cézanne; los primeros serían los fauvistas, quienes adoptaron el color como el elemento más importante en la composición; Matisse es uno de sus principales representantes. Con la aparición del cubismo, el concepto de naturaleza muerta se transforma radicalmente, pues transgrede la perspectiva clásica y la representación convencional, preocupándose por mostrar el objeto en diferentes puntos de vista, en miradas sucesivas en el mismo plano. Picasso y Braque experimentan con papeles pegados, creando una nueva técnica, el collage, el cual le dio un giro a la representación del bodegón, y a la relación entre realidad concreta y realidad virtual. En el dadaísmo el bodegón no tuvo un desarrollo consecuente con la representación tradicional, en ocasiones los mismos objetos empleados en composiciones convencionales fueron utilizados en ensambles, acompañados por restos de desechos y objetos encontrados. En el movimiento surrealista, los objetos tradicionales del bodegón adquirieron mucha importancia; en la transformación de su representación en el cambio de contexto, las composiciones eran fantásticas, oníricas; los objetos fueron cargados de nuevos significados. Es evidente la evolución del bodegón en el siglo XX, el cual fue materia de estudio en los movimientos de vanguardia y post-vanguardia.
En Colombia el desarrollo del género fue lento; en el periodo colonial, se dieron las primeras manifestaciones, con pinturas murales de frutas tropicales ubicadas en las iglesias católicas; estos motivos se extendían por muros, columnas y retablos, y eran considerados como un modo de dar ofrenda a Dios. En la Nueva Granada en el siglo XVII, se destacó Gregorio Vázquez de Arce y Ceballos como el primer artista que representó naturalezas muertas con figuras humanas, en cuyas obras se observa una clara influencia flamenca.
Entre los siglos XVIII y XIX fue notable la desaparición de toda manifestación sobresaliente en el desarrollo del bodegón, a excepción de la Expedición Botánica, llevada a cabo a finales del siglo XVIII, que fue un exhaustivo estudio de la flora colombiana; esta experiencia sentó las primeras bases para que los artistas iniciaran a trabajar el bodegón como ejercicio pictórico. Otra de las expediciones emprendidas por el territorio nacional fue la Comisión Corográfica, que tuvo como finalidad describir las costumbres de las regiones del país; estas aproximaciones a la vida cotidiana de nuestros pueblos, fueron los antecedentes del bodegón costumbrista.
A finales del siglo XIX y comienzos del XX, sobresalen los bodegones de Francisco Antonio Cano y Roberto Páramo; de las obras del primero, Eduardo Serrano afirma: “La mayoría de los bodegones de Cano (…) son de una cálida luz que baña suavemente los objetos y las rosas, entrando en escena por una de las esquinas superiores de la obra, y la cual induce a pensar que se encuentran en algún rincón del hogar” (SERRANO, 1992, p. 85); Roberto Páramo por su parte, realizó composiciones con frutas tropicales y objetos tradicionales y cotidianos. Andrés de Santa María, otro artista destacado de la época, encontró en el género de la naturaleza muerta un interesante tema para sus experimentaciones del color y la materia. A pesar de los grandes resultados y aceptación de las obras de los pintores anteriormente mencionados, aún el bodegón no se consideraba como género independiente, estaba relegado a los ejercicios academicistas y a la “Sección de Señoras y Señoritas” en los salones de arte de la época; en dicha sección se mostraban trabajos manuales, donde se incluían pinturas de frutas y flores.
Con la llegada de Andrés de Santa María y su vinculación con Alberto Urdaneta, director y fundador de la Escuela Nacional de Bellas Artes, cambió radicalmente la concepción que se tenía de la naturaleza muerta; la consigna de que cualquier tema podía ser digno de la pintura propició el auge de los bodegones; de un corte academicista aparecen artistas como Ricardo Borrero, José María Portocarreño, Ricardo Gómez Campuzano y Rafael Tavera; adicionalmente aparece el bodegón costumbrista con Domingo Moreno Otero y Miguel Díaz Vargas, quienes se interesaron por los mercados, los productos agrícolas y la vida campesina. Sus obras resaltaban las costumbres y labores cotidianas de grupos de trabajadores campesinos. Miguel Díaz Vargas, al preguntársele qué era lo que prefería representar afirmó: “Las escenas domésticas de las gentes pobres. Aquí se ha dicho poco de nuestra vida. Los grandes pintores colombianos se han dedicado a pintar cuadros que lo mismo pueden ser colombianos que del cabo de la Buena Esperanza. Poco les ha gustado el color local de nuestras costumbres” (MIRO, 1923, s. p.). El bodegón costumbrista estuvo impregnado de un nacionalismo implícito.
La influencia de Cano se hizo evidente en la producción de Gabriel Montoya, uno de sus alumnos, quien retomó el tema de las rosas; Humberto Chaves, otro alumno suyo, encontró en la técnica de la acuarela la mejor manera de trabajar sus interpretaciones; sus bodegones son simples, muchos de ellos los componen solamente frutas.
Es importante mencionar otros artistas antioqueños que se destacan por sus ejecuciones; en los bodegones de Eladio Vélez es notable la influencia de Cézanne, por la solidez de sus objetos y el ritmo del color; José Restrepo Rivera, pintó bodegones acompañados por paisajes en el fondo, casi siempre urbanos, que dan cuenta de un tiempo y un espacio determinados; Pedro Nel Gómez y Débora Arango tampoco escaparon al reto de representar el tema del bodegón. Rafael Sáenz, pintó flores de un colorido sobrio, y Carlos Correa presentó una marcada tendencia cubista. Además de Débora Arango, se destacan otras alumnas de Pedro Nel Gómez, entre las que se cuentan Jesusita Vallejo de Mora, quien trabajó con gran destreza la técnica de la acuarela, teniendo como tema sobresaliente las flores.
En la primera mitad del siglo XX, todos los artistas mencionados se concentraron en la búsqueda de soluciones primordialmente pictóricas a los problemas inherentes a la representación o interpretación de la realidad (SERRANO, 1992, p. 127). Ya en la segunda mitad del siglo, es notable la despreocupación por la imitación de la realidad, y la influencia de ciertos movimientos como el cubismo y el arte abstracto; en este periodo se encuentran Ignacio Gómez Jaramillo, Alejandro Obregón, Enrique Grau, Carlos Rojas y Fernando Botero.
Los bodegones de Fernando Botero se mantienen en la tónica de su producción, en sus composiciones es evidente la influencia de la obra de los grandes maestros de la historia del arte, y de su afecto hacia lo colombiano; en el género de la naturaleza muerta su interés se centra en las frutas, las flores y la gastronomía. De las representaciones de bodegones de Botero se han escrito líneas como ésta:
(…) tropezamos con el mundo alucinante de Fernando Botero y sus suculentos bodegones llenos de color, que ocupan todo el cuadro con su propio volumen, los plátanos amarillos y pecosos se rajan, las sandías tan rosadas y húmedas que nos invitan a comerlas, acompañadas de limones y naranjas casi obscenos. (VILLEGAS, Gloria. “La mesa de Lúculo”. En: Literario Dominical de El Colombiano, Medellín, 25 de febrero de 2001, p. 8).
La exuberancia de las frutas del trópico se ve reflejada en los cuadros de Botero. Según los investigadores, existen en el país alrededor de 120 especies, sin contar sus variedades; esta cantidad se divide en frutas foráneas, las traídas por los españoles y otros extranjeros, y las nativas, que eran cultivadas o crecían silvestres en estas tierras antes de la colonización.
En las composiciones de Botero, las frutas no tienen una carga simbólica específica; hacen parte de los temas gastronómicos de la cultura latinoamericana que el pintor recrea a partir de los recuerdos de su niñez y juventud; época y espacio en las que “(…) comer está bien visto, es signo de salud y prosperidad, uno de los pocos placeres con derecho reconocido por la moral imperante”, como afirma Vargas Llosa (1985, p. 17).
BIBLIOGRAFÍA
- CHEVALIER, Jean y GHEERBRANT, Alain. Diccionario de los Símbolos. Barcelona, Editorial Herder, 1986.
- MIRO, Paco. “Miguel Díaz Vargas”. En: Lecturas Dominicales de El Tiempo. Bogotá 30 de Septiembre de 1923.
- MORALES, Albert. Frutoterapia. Santa Fe de Bogotá, Ecoe Ediciones, s.f.
- OLAYA, Clara Inés. Frutas de América. Santa Fe de Bogotá, Grupo Editorial Norma, 1991.
- SCHNERIDER, Robert. Naturaleza Muerta. Berlín, Taschen, 1992.
- SERRANO, Eduardo. El Bodegón en Colombia. Bogotá, Ediciones Alfred Wild, 1992.
- VARGAS LLOSA, Mario. Botero. Nueva York, William Gelender, 1985.
- VILLEGAS, Gloria. “La mesa de Lúculo”. En: Literario Dominical de El Colombiano, Medellín, 25 de febrero de 2001, p. 8.