Análisis Artístico
Espacio: La obra está construida en un solo plano. No hay manejo de ningún tipo de perspectiva. La profundidad se logra por la superposición de las formas y el tratamiento volumétrico logrado con los tonos. Los elementos relacionados con la figura (falda, vestido y demás accesorios) están elaborados en relación proporcional a la escala en la que aquella está construida, lo que a su vez transmite la idea de monumentalidad. La manera en que se ubica el personaje marca una direccionalidad vertical ascendente (de abajo hacia arriba). La distribución de las formas se hace en el eje vertical central del plano y el peso visual recae por completo en la mujer. Forma: El dibujo es naturalista. Las líneas son sinuosas, seguras, de calibres e intensidades distintas, y replanteadas especialmente en la chaqueta, los brazos, la cartera y la cabeza de la mujer. Aunque en sitios como e rostro las líneas visibles son hechas a lápiz, en sitios como el vestido, los accesorios y las manos, la acuarela se utiliza también para dibujar, remarcando y replanteando o creando líneas nuevas como en la pluma y los guantes. El dibujo es reposado, destacando los ritmos ondulados presentes en la falda y la blusa, así como diagonales en los guantes y la pluma. La figura femenina se puede esquematizar dentro de un contorno triangular.
Color: Los colores predominantes son: Rojo, verde, café, piel, ocre, naranja y negro; todos son trabajados en saturaciones medias y bajas, siendo los más saturados el rojo, el verde y el café. En la escena la luz es difusa y general; no hay una fuente lumínica que marque una direccionalidad precisa. La luz se define en las formas por medio de las distintas degradaciones tonales, con el objeto de también modelar producir la ilusión de volumen en las mismas. Destacan el rostro, el cuello, el pecho y la mano izquierda como zonas iluminadas en la figura femenina; el fondo se establece como un fondo luminoso creado por los tenues tonos azules de la acuarela y el color natural del soporte. La textura es óptica o plana, y determinada en mayor medida por las pinceladas y manchas que por las líneas.
ANÁLISIS HISTÓRICO: En la obra, una acuarela sobre papel, se representa una mujer vestida, vista de tres cuartos de cuerpo y de frente. Usa una falda roja con franjas de color naranja, una chaqueta de color verde y un sombrero rojo decorado con una pluma color café. En su mano derecha usa un guante, mientras que sostiene una cartera; la izquierda sostiene el guante sin ponérselo, lo que hace visibles un anillo y un reloj. De su cuello cuelga un collar negro y amplio. Su rostro es sobrio y su cabello rubio. En ambas orejas se observan sendos aretes de color rosa.
El fondo, indefinido, se esboza con unas manchas tenues de color azul que bordean la figura. Si bien Fernando Botero nunca ha tenido la intención de recrear fielmente el contexto antioqueño de las primeras décadas del siglo XX, es cierto que gran parte, sino toda su obra, se remite a esta época.
“Nunca dejé Medellín. Toda mi obra es el relato de ese mundo provinciano del Medellín de mi infancia y adolescencia: La esquina, la maestra, el cura, el policía, el café, el bar, el parque, las casas floridas, las familias, las tías, la cuadra” (GARCÍA, fecha, p. 33).
Y en ese mundo plástico que no sólo recrea sino que crea con libertad pictórica el artista, los personajes hacen parte fundamental del mismo. Hombres y mujeres con sus atuendos, en distintas actividades y oficios, son plasmados una y otra vez por un artista que se obsesiona con una época en la cual vivió, creando un mundo nuevo que se inspira, que se basa, en uno real que subyace en su memoria.
En el caso particular de la obra, la mujer y por supuesto sus vestimentas, están ligados a esa época de principios de siglo que conoció el artista, razón por la que se hace necesario revisar algunas características vinculadas al ser femenino en las décadas de 1930 y 1940, décadas en las que, como se dijo anteriormente, habitó Botero la ciudad de Medellín.
Es claro que no se puede hablar de un modelo de mujer universal o de comportamiento femenino prototipo, pudiéndose decir lo mismo para el hombre. Tanto él como ella pueden aparecer diferentes según se relacionen con seres del mismo o del otro sexo, así como él y ella aparecen distintos al hacer una revisión histórica de las diferentes épocas de la humanidad. Hombres y mujeres han ocupado lugares distintos en los momentos de la historia. No existen comportamientos inherentes bien a la condición masculina, o bien a la condición femenina.
“Se es hombre o se es mujer y por serlo se obra en consecuencia dada la situación y la relación existente; no se trata de tomar conciencia para actuar; de por sí existe una relación determinando cada comportamiento femenino o masculino” (GARCÉS, 1993, p. 238).
Se entiende entonces que las particularidades y diferencias entre lo masculino y lo femenino no son de carácter universal, hallándose determinadas de distinta manera para cada cultura. “Cada diferenciación entre el hombre y la mujer responden a tipos de valores inscritos en cada sociedad”(GARCÉS, 1993, p. 238).
Dirigirse pues al Medellín de principios de siglo es mirar otros hombres y otras mujeres, otros espacios, otras formas de vida, otras formas de vida, otros tiempos y por supuesto otras relaciones entre la ciudad y sus habitantes, y de estos entre sí. Es mirar el proceso de transformación de una ciudad provinciana en una ciudad moderna; es mirar el paso de una “provincia sumamente aislada y atrasada respecto al capitalismo moderno a una ciudad industrial y productiva, inscrita en el círculo del capitalismo internacional” (DOMINGUEZ, 1987, p. 1).
Este Medellín de principios de siglo que se asoma al trajín de la vida urbana empieza a generar, como es de suponer, unos espacios que contrastan enormemente con la vida de pueblo: El Ferrocarril y su estación que crean un espacio con ambiente de puerto; los hoteles, bares y cantinas, restaurantes y cafeterías que surgen a su alrededor. La plaza de mercado de Guayaquil que desentrona los domingos como los días de la semana en los que se realizaba el mercado, y crea la posibilidad del aprovisionamiento y el consumo diario de víveres. La Basílica de la Metropolitana, lugar de culto enorme que puede acoger un gran número de fieles en contraste a la pequeña iglesia rural. Los espacios públicos, como la calle, empiezan a tomar otra dimensión, volviéndose amplias, ruidosas y congestionadas no sólo por automóviles sino también por transeúntes y peatones. Los medios masivos de transporte como el tranvía y el ferrocarril hacen necesario habituarse a una nueva dinámica temporal mucho más acelerada.
En este Medellín que transita su paso de villa a ciudad se producen dos espacios de socialización bien distintos y opuestos: La iglesia, en primer lugar, como espacio propio de las mujeres y que por tanto se valoraría como un espacio femenino. En segundo lugar la cantina como un lugar que se valoraría como masculino y que por tanto es más propio para los hombres. “Esta oposición de los espacios se afianza con la oposición del adentro y el afuera, el primero corresponde a la mujer, el segundo al hombre” (GARCÉS, 1993, p.245).
El hogar es el lugar promocionado para la mujer; allí, en las funciones de madre, esposa o hija, se desempeñaría en las labores de la cocina, el arreglo de la casa y el cuidado y la educación de los hijos. La casa representa simbólicamente refugio, seguridad y descanso, funciones que por extensión cumple la mujer – madre. Esta permanece en el interior de la casa, su dimensión de vida se expresa allí. Dentro de la familia, el papel de la mujer revistió gran importancia.
Ella no sólo debía ser la responsable del buen funcionamiento del hogar sino también de la educación, de la formación moral y de la integridad física de todos los miembros de su familia. A todas estas actividades se les asignó a principios de siglo el pomposo nombre de ama del hogar. La mujer identificada con la virgen María, reina de los cielos, asumió el papel de reina del hogar. Sin embargo, continuó sometida al hombre, pero dignificada en su papel de madre y esposa.
Virtudes como la castidad, la modestia, la abnegación, la sumisión y el espíritu de sacrificio, la debían acompañar en su misión. La mujer era la responsable de guiar al hombre y a los hijos por el buen camino, el mejor homenaje que podía hacer un marido a su esposa era afirmar que ella era una santa. (REYES, 1996, p. 435). Contrapuesto a este espacio estaba el afuera, el lugar propio de los hombres. Allí él se desarrolla, su vida se orienta dirigiéndose a la calle.
Allí el trabaja, se divierte y emborracha. Cotidianamente se encuentra con otros hombres, delimitan espacios, marcan sus vidas. Los lugares preferidos son el café, la taberna, el bar o simplemente una esquina o la calle en sí misma. Estos sitios tenían la marca de la vida masculina. En la pintura, la mujer hierática, pero de gesto tranquilo, se sitúa en una plaza que pertenece a un mundo del que se ha sustraído el tiempo, la violencia y la sordidez del mundo real. El mundo de Botero nos da una sensación de equilibrio y paz; ningún exceso parece concebible en su soñolienta atmósfera. Se trata de un mundo compacto, no fragmentado, aséptico, seguro de sí mismo, que opone a los mundos caóticos, convulsionados e irracionales de los artistas contemporáneos, la serenidad y la lógica, un orden cotidiano, amor y confianza en la vida y un sentido de la elegancia y el adorno, clásicos.
La fealdad, la grosería, el horror mudan en él de significado; se mitigan y engalanan hasta volverse sus opuestos. (VARGAS LLOSA, 1985, p. 18) Durante la década de 1920 se impuso en el mundo entero la moda de la mujer “garçonne (muchacho en Francés) la cual proponía una figura femenina de cabello corto, parejo en la nuca, cuerpo delgado, sin curvas, enfatizado por un busto vendado y un vestido que, aunque arriba de las rodillas, parecía bajar el nivel de la cintura. Todo lo anterior le daba a la silueta femenina un toque masculino que se contraponía a un maquillaje particularmente seductor: Los labios delineados a manera de corazón y las cejas depiladas. Sin embargo al llegar la década del treinta se presentó un fenómeno que si bien no significó el regreso al contexto de la moda de los años anteriores, creo cierto escepticismo y pesimismo en la búsqueda de las mujeres modernas.
Aquellos que se deleitaban con la falda corta y el escote bajo, vieron con sorpresa como el largo de la falda bajaba, mientras el cuello de las blusas subía. (HERNANDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p. 524). A partir de la década de 1930 se comenzó a observar nuevamente una moda en la que dominaron los trajes largos que bajaban entre 20 y 30 centímetros desde la rodilla, llegando casi hasta el tobillo. La línea de tales vestidos era ceñida al cuerpo; los corpiños anchos dejaban entrever el busto femenino que se había ocultado y vendado unos años antes. La silueta femenina se terminaba de marcar con la utilización de fajas, que le impartían a la figura el llamado “talle de avispa”, y el uso de faldas anchas con pliegues y fruncidos que empezaban debajo de las caderas. Las mujeres además debían tener en cuenta para la elección de sus vestidos si eran para salir o permanecer en casa, si eran para ser usados en la mañana, la tarde o la noche y a qué lugar se iba a asistir con él.
Los vestidos debían lucirse dependiendo del momento, el sitio y la edad de quien lo portaba. Contrapuestos a los trajes de casa estaban los trajes de calle, caracterizados por estar hechos con telas más finas y pesadas, tener manga larga y estar decorados con encajes y algún otro tipo de accesorio. Nótese como la figura en la pintura usa falda larga ceñida en la cadera y decorada con franjas horizontales de color naranja; una chaqueta verde de fino corte, con cuello y mangas blancas, hombreras, adornada con un ribete interno de color naranja rojizo; debajo de ésta se observa, parcialmente, una blusa blanca de rayas rojas. Todas estas prendas pertenecen sin duda al ajuar de calle. Se convirtió en algo muy usual que entre los estratos medios y altos se dividiera el ajuar en dos: La vestimenta propia para el adentro y la vestimenta propia para el afuera. “Para las horas de la tarde, las mujeres debían utilizar vestidos de lana o seda, largos hasta el tobillo, que podían ser de colores rojos, verdes, azules oscuros, etc. Los zapatos, bolsos y guantes de charol o gamuza” (HERNÁNDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p. 527) De la misma manera, para la noche y las fiestas como bailes o ceremonias, era imperioso usar trajes que se acomodaran a la ocasión. Usualmente eran largos, con telas brillantes donde imperaba el negro y se utilizaban diversos accesorios, como abrigos, joyas y piedras preciosas que le daban el toque de elegancia necesario.
Era usual que los medios impresos como la revista Letras y Encajes o periódicos como El Heraldo y El Colombiano, se preocuparan por la forma en la que las mujeres de la ciudad, vestían y debían vestir, promocionando sobre todo las distintas ocasiones sociales y lo apropiado o inapropiado que era llevar tal o cual vestido. Así por ejemplo los vestidos adecuados para orar, para entrar en la casa del señor, no debían ser ni lujosos ni en extremo ostentosos, puesto que nada tienen que hacer ahí los dictados de la moda. En sintonía con el vestido se observa, para la figura, un maquillaje completamente sutil y casi desapercibido, determinado solamente por un poco de rosa para labios y pómulos.
En aquel entonces las mujeres (señoras y señoritas) “decentes” utilizaban polvos faciales, rubores y labiales en tonos suaves, tenues, que apenas realzaran la belleza del rostro y le dieran un poco de vida. “Los tonos rosas les encantaban y aunque algunas de ellas se atrevían a usar tonos rojos, para el concepto de la época estos eran más propios de las mujeres de la vida pública” (HERNANDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p. 544). A pesar de la simpleza del maquillaje, éste se consideraba una parte esencial del arreglo personal femenino. La belleza y el encanto, características asignadas socialmente al ser femenino, dependían en buena parte del maquillaje. Otros accesorios infaltables eran los zapatos y las medias veladas. Aquellos eran usualmente del mismo color de los vestidos y se aceptaban de mayor altura para las salidas vespertinas tales como ir al cine, a la iglesia o a tomar el té. Las mujeres que trabajaban, también acostumbraban un tacón más alto. En la mañana en cambio, o para las salidas más corrientes e informales se impuso el uso de zapatilla de tacón bajo. Para la época era ya usual una gran variedad de estilos y materiales en los zapatos. “ Botas, medias botas, botines, sandalias de tacón alto o bajo, zapatillas a ras de piso, y los tradicionales zapatos destapados adelante o atrás, con tacón alto, cubano a bajo, delgado o grueso, se ofrecían en los almacenes de la ciudad” (HERNANDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p. 539).
El calzado en muchas oportunidades era sencillo, sin ninguna clase de adorno, aunque en otras llevaba moños o múltiples accesorios como lentejuelas, piedras falsas, chaquiras, etc. Los materiales también eran diversos (cuero, charol, gabardina, cabritilla) utilizándolos de acuerdo al lugar y la ocasión. Las medias veladas fueron un accesorio que ocupaba un puesto privilegiado como complemento de la buena presentación personal de las mujeres.
Las señoras de estratos medios y altos eran quienes se aferraban con mayor vehemencia a la tradición del uso de las medias, utilizándolas muchas veces dentro de las casas. Entre las mujeres de los estratos bajos se utilizaban para las salidas al centro, para ir al trabajo o en eventos especiales. Hasta 1930 aproximadamente predominaron los colores oscuros para este tipo de prendas; a partir de este momento fueron desplazados por colores claros y piel, lo cual fue objeto de toda clase de comentarios, puesto que se dejaban adivinar a través de las transparencias partes del cuerpo que habían estado cubiertas por años. Hacia la década de 1940 se empezó a observar el fenómeno de las mujeres sin medias, fenómeno iniciado al parecer entre las mujeres de más escasos recursos, aunque posteriormente se difundiera entre los demás sectores de la sociedad.
Con el paso de los años el número de mujeres que salían sin medias se acrecentó. En su momento las mismas mujeres divergían en sus opiniones con respecto al hecho de salir sin medias: Para la mayoría resultaba inadmisible el pasearse por las calles, plazas y otros sitios de la ciudad sin esta prenda, puesto que además del peso de la tradición, el no usarlas les restaba feminidad. Algunas sin embargo, admitían que si esta moda se generalizaba, entrarían en ella. No obstante, la novedad no logró desplazar la afición por esta prenda. El bolso, junto a los zapatos, fue y sigue siendo un accesorio infaltable dentro del ajuar femenino. Lo usual era llevar el bolso del mismo color del vestido, aunque las variaciones propias de la moda, hacen difícil definir un estilo común a una época relativamente amplia y extensa. Los bolsos se hacían en diferentes tamaños y formas. Los fabricados en materiales como el cuero y el mimbre eran los más cotidianos y habituales.
Para ocasiones especiales y ceremonias elegantes se acostumbraban más pequeños que los de uso cotidiano y en materiales como la gamuza, cabritilla y telas brillantes con prendería. A diferencia de los guantes y los abrigos, accesorios igualmente femeninos que se aprecian en ciertas pinturas de Botero como DAMA COLOMBIANA (1981) y MUJER CON SOMBRERO (1994), los bolsos han sido algunos de esos accesorios que por su utilidad práctica han permanecido a lo largo de las épocas. Tanto los guantes como los abrigos de piel fueron de esos accesorios que se veían un tanto ridículos en una ciudad como la nuestra, debido al clima entre templado y cálido que propicia y exige otro tipo de prendas.
Sin embargo dichos accesorios se utilizaron ampliamente entre las mujeres de las elites medellinenses, las cuales trataban de seguir a la distancia las exigencias de la moda americana y europea en un claro afán internacionalista y modernizante. Dos detalles más que son importantes mencionar son el cabello largo y el sombrero rojo adornado con una pluma. Para la época el sombrero era uno de esos accesorios indispensables en el ropero femenino, tanto que al hablar del atuendo de las mujeres, éste no se pensaba sin un sombrero. Éstos podían ser de distintos tamaños y estar decorados de diferentes maneras. Los diseñadores europeos y americanos, e inclusive las personas que orientaban la moda en la ciudad no imaginaban los trajes femeninos sin este complemento. “Las mujeres teníamos que salir de sombreros, así fuera a la casa vecina. Sin él salían las muchachas del servicio, pero las niñas de casa tenían que salir con este” (HERNANDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p. 534).
Lo anterior se complementa con el hecho de que varias de las mujeres en sus pinturas y dibujos (COLOMBIANA 1993, , CARIDAD 1994, MUJER EN LA VENTANA 1996, EL BALCÓN 1990, EL BALCÓN 1998) exhiben todas cabellos largos con accesorios similares en concepto como lo son las diademas, lo que hace pensar en un recurso plástico utilizado por el pintor con fines compositivos y pictóricos. “Uno tiene una parafernalia de objetos que aparecen y desaparecen (…). A uno se le ocurren las cosas por necesidades plásticas y después quedan incorporadas en la parafernalia. Como Morandi sus botellas, o Cezanne sus mismos cuatro chécheres, o Matisse sus sillas. En el fondo no hay que inventar nada. Se pinta siempre lo mismo, pero cada vez mejor”. Y agrega: “Siempre he dicho que la diferencia entre un pintor abstracto y uno figurativo es que el pintor abstracto necesita un blanco y lo pone, necesita un rojo y pone un rojo. Pero uno tiene que inventar algo que tenga cierta lógica para poner los colores y las formas.”(ESCALLÓN, 1992, p. 49) Obsérvese como en la pintura la distribución de los rojos en la falda, los ribetes de la chaqueta y el sombrero crean armonía por un lado, y por el otro generan fuertes puntos de atracción visual que invitan a recorrer todo el espacio pictórico.
El verde, su complementario, se ubica en un gran acampo central (chaqueta) lo que equilibra la composición en términos cromáticos. El amarillo ocre y el café también se ubican arriba y abajo de la obra. El primero se encuentra en el cabello y la cartera de la figura, mientras que el segundo lo hace sobre la pluma en el sombrero y los guantes.