Análisis artístico
Espacio:
La obra está construida en varios planos. No hay manejo de perspectiva geométrica y se insinúa una perspectiva atmosférica en el tratamiento del paisaje, hecho en tonalidades más claras que los elementos que se encuentran en planos anteriores. La profundidad en la obra es producida por la superposición de las formas y el manejo tonal de los grises. Todos los elementos asociados a la figura de la monja están elaborados en relación proporcional a ésta y al plano que ocupan en la composición; sin embargo la escala en la que se construye la figura le confiere monumentalidad en la obra. Las formas se distribuyen sobre una vertical central marcada por la figura y la columna, y una horizontal creada con las montañas en último plano. La disposición de los elementos representados en la obra marca una direccionalidad vertical ascendente (de abajo hacia arriba).
Forma:
El dibujo es naturalista. Las líneas son seguras, sinuosas y de distintos calibres e intensidades; aparecen hechas a lápiz y reforzadas con tinta y acuarela en todo el dibujo excepto la parte inferior del hábito. En la cintura, en las mangas y en algunas zonas del manto son evidentes líneas diagonales cortas que evidencian un trabajo de trama. El dibujo es reposado; en las líneas de las montañas se insinúa un movimiento ondulatorio horizontal. La figura de la monja se puede esquematizar dentro de un contorno triangular, al igual que cada una de las montañas del paisaje; el tronco a centro se puede esquematizar en un contorno rectangular.
Color:
El dibujo es monocromático y el único color presente es el gris producido por el carboncillo, la tinta o la acuarela; éste se maneja en saturaciones medias y bajas para la mayor parte de la obra. Sólo en las gotas que descienden por el tronco y en algunas sombras de la figura la saturación del color es alta. En la escena no hay una fuente de luz que genere una direccionalidad clara; ésta es general y difusa, y se produce en las formas gracias a las distintas degradaciones y saturaciones tonales, herramientas con las que se crea la ilusión de volumen y profundidad en la obra. Las zonas más luminosas de la obra aparecen en la parte inferior del hábito, en las manos, en el manto y el rostro. El piso y el paisaje del fondo son espacios luminosos. La textura es óptica o plana y está generada por las distintas líneas y manchas.
ANÁLISIS HISTÓRICO:
En la historia del arte occidental, han sido comunes las actualizaciones de temas y personajes religiosos; como lo ha señalado Germán Arciniegas, cada época ha desplazado a sus espacios y con sus modas particulares, a la Virgen, a los santos o a Cristo, y añade: “Lo más valioso de la lección cristiana es la manera como puede hacerse traslado de ella a todos los tiempos y lugares. Desde Giotto hasta hoy se ha tratado de poner al alcance popular la misma historia” (ARCINIEGAS, 1979, p. 48).
Las representaciones artísticas de la Virgen datan de los primeros años del cristianismo (Cf., TRENS, s.f., p. 15 y ss.), pero fue a partir del siglo XI que aumentaron, cuando el culto a María se arraigó con fuerza; nuevas motivaciones simbólicas, como las leyendas sobre apariciones, volcaron la sensibilidad de los pueblos de la época hacia la madre de Jesús. Como mediadora entre los fieles y Dios, María se convirtió en salvadora y protectora, bajo diferentes advocaciones y caracterizada por determinados atributos; aparecieron libros que recopilaban sus apariciones y milagros, se edificaron santuarios y ermitas, se escribieron sus famosas oraciones, se hicieron cuadros y esculturas representando su imagen. Para compensar los favores recibidos, los devotos prometían hacer diversas ofrendas, tales como velas, limosnas, ex-votos, ayuno, misas, etc.
De esa tradición religiosa viene el hecho de que actualmente, en Colombia, más de 600 parroquias llevan el nombre de la Virgen, de alguno de sus misterios, privilegios o advocaciones. Nuestra Señora del Carmen es la advocación más frecuente en las parroquias colombianas, seguida de la del Rosario y de la Inmaculada (TISNES JIMÉNEZ, Óp. Cit., p. 72). La tradición de venerar a la Virgen se extendió durante la colonia y la república, por todo el territorio nacional. Para 1951, durante la juventud del pintor Fernando Botero, el arzobispo de Medellín se preocupó por el crecimiento demográfico y por ello mandó fundar nuevas parroquias, muchas dedicadas a la Virgen. Fue tan frecuente la devoción a María en Colombia, que en 1954, el Papa Pío XIII, la denominaba “Tierra de la Virgen” y “Jardín mariano” (CADAVID G., 1955, p. 197). El imaginario religioso de algunos cronistas e historiadores ha reconocido la participación de la Virgen en varios episodios de la política nacional; en las constituciones de algunos estados, después de la Independencia de España, se le agradecía y se la declaraba como patrona.
Tal y como el Renacimiento con sus más destacados pintores, Fernando Botero retomó la temática religiosa, renovándola y, además, representando poéticamente una de las realidades más significativas de la cultura latinoamericana (Cf., Botero en entrevista con MACHADO, 1979, p 4A; Botero en entrevista con VON BONIN, 1979, p. 55).
Máter quiere decir Madre; dolorosa, que padece una aflicción y lo expresa de manera patética. Louis Réau cuenta cómo en la tradición pictórica de Occidente el tema de la Crucifixión de Cristo dio pie para variadas versiones sobre la actitud doliente de la Virgen; el asunto de “El segundo desmayo de la Virgen” reemplazó la iconografía del Stabat, tal como lo expresaban los versos de un jesuita: ‘Satabat Mater dolorosa / Justa crucem lacrimosa / Dum pendebat filius’ [Estaba la madre dolorosa / junto a la cruz llorando / de la cual pendía el hijo]. A partir de los siglos XIV-XVII, cuando toma auge el culto mariano, surgen otros motivos de la Compasión de la Virgen (Cf., RÉAU, 1996, p. 518 y ss.).
En el siglo VII San Efrén introdujo en su liturgia la imagen de una Dolorosa, cuyo patetismo fue superior en el siglo XVIII. La devoción de la Virgen de los Dolores en la Edad Media se vincula a la de San Idelfonso de Toledo; en el siglo XV, un libro registraba los “Cinco dolores” que la Virgen había sufrido en vida. El rey Alfonso el Sabio (siglo XIII) había escrito en sus cantigas una dedicada a los Siete Dolores de Santa María. El sentimiento trágico de María se representó inicialmente en el tema de la Compassio Mariae, la con-pasión de María, homologada a la de Jesús. Las vírgenes dolorosas han sido pintadas al lado del Niño Jesús soñando la Cruz, trenzando coronas de espinas, presintiendo las humillaciones de su pasión, lo mismo que su madre, al contemplarlo. Posteriormente, en las escenas de Crucifixión, la Virgen ha aparecido sola, sumergida en su padecimiento, en el famoso grupo de la Piedad, en el que aparece abrazando el cadáver de su hijo. Cierta producción poética había preparado esas creaciones iconográficas de la Dolorosa, en las que también se ubica la del Llanto sobre Cristo muerto. Como Virgen de los Dolores, el tema iconográfico se simplificó a la representación de María sola, a veces con una o varias espadas, y con algunos instrumentos de la Pasión. La Verónica es otro tipo de Virgen dolorosa, en la que se combinan la verónica de Jesús (el sudario) y la de la Virgen; en estas representaciones, la “la Virgen se nos muestra tocada [con toca] y con rostro triste y compungido” (TRENS, s.f., p. 243).
Otra variante de la Dolorosa es la Virgen de la Soledad; “el tema tiene una ascendencia muy remota, y su gran tradición se sitúa topográficamente a la ‘Estación de María’, es decir, en una capilla dedicada a la Virgen, frente al Calvario, en donde, según refiere Félix Faber en 1480-1483, la virgen residió desde el momento en que fue consumada la Pasión, hasta el día de la resurrección de su Hijo. La capilla de Santa María en el Calvario era propiedad de los etíopes, desde el siglo XIV. Este monumento debió de producir honda impresión en el ánimo de los devotos peregrinos que visitaban los Santos Lugares. Fueron ellos los que transmitieron a Occidente el piadoso recuerdo de la desolación de María” (Ibíd., p. 233). La Soledad remite a la actitud meditativa de la Virgen ante los recuerdos alegres y tristes que tiene de Jesús; las lágrimas en su rostro expresan ese dolor de la Virgen. De acuerdo a las diferentes versiones de la Soledad, María aparece contemplando los clavos o la corona de espinas teñida de sangre, o con el corazón en el pecho, en algunos casos atravesado de espadas, o la más corriente, la de la Virgen delante de una cruz colocada en una mesa o altar, que recuerda la de la antigua Virgen en el Calvario. El poeta español Valdivieso (siglo XVII) la describía así: Llorando muerta su vida, / dice así una viva muerta:/ ‘¡Ay Cruz, que en mi soledad,/ como amiga verdadera,/ sola a la sola acompañas, / sola a la sola consuelas!’. (Citado en Ibíd., p. 242).
Tal vez, recogiendo elementos de estas tradiciones iconográficas, Botero recreó su Mater Dolorosa, obra de 1990, que posee la riqueza de un dibujo a la acuarela cuidado en sus detalles y coloreado como si se tratara de una pintura, recordando quizá los primeros años de su carrera, cuando era un exitoso ilustrador y un consumado acuarelista. Al contrario de su época de acuarelas monumentales (principios de los años ochenta), en las que no hacía bocetos previos, y retomando la técnica de sus dibujos acuarelados sobre lienzo, aquí Botero define las formas con líneas, pues, como lo dijo a Michel Lancelot: “(…) el dibujo es la parte de la pintura en que verdaderamente se expresa la dimensión espiritual (…). Yo pienso que es sobre todo en el diseño de la forma donde se establece más claramente la posición que tiene el artista ante el problema estético. Su intimidad individual, su poesía interior, es en el diseño donde se manifiesta mejor (…)” (BOTERO citado por RUBIANO CABALLERO, 1987, p. 6). Los medios y modos del dibujo en Botero han sido muy variados, y en este sentido vale la pena recordar la reseña de Rubiano:
Desde las tintas trabajadas con plumilla, concisas y negras, de las ilustraciones para las poesías de Carlos Castro Saavedra, de 1952, y las tintas realizadas con pincel, fuertes y expresivas, de las ilustraciones para “El Gran Burundú Burundá” de Jorge Zalamea de 1961, hasta los meticulosos bistres recientes, hechos de líneas finas, negras y muy descriptivas, pasando por los magistrales carboncillos, pasteles y sanguinas de fines de los sesentas y comienzos de los setentas, en los que con líneas firmes o suavizadas y trazos cruzados de variadas intensidades el artista logra representar luces, sombras, reflejos y toda suerte de calidades y texturas. Botero ha demostrado ser un dibujante versátil, que siempre le da una presencia especial y llamativa a sus temas (Ibíd., p. 9-10).
Para Botero “Dibujar es tocar el carácter de las cosas. Yo siempre trato de tocar ese carácter. Cuando lo encuentro, me da el punto fuerte, sólido, para hacer un cuadro” (BOTERO citado en Ibíd., p. 10). Para el crítico colombiano, Fernando Botero es más virtuoso en el arte del dibujo que en otros procedimientos en los que ha incursionado; por eso lo compara con otros grandes maestros del pasado, por su versatilidad y por su talento e inventiva, tal y como se pudo comprobar, según palabras de Rubiano, en la exposición de dibujos de 1987 en Bogotá.
La Virgen de este dibujo lleva un hábito, a la manera de las monjas, las cuales se vestían como viudas; “(…) el hábito monástico puede tener por fin ocultar el aspecto individual del cuerpo. Pero la toma del hábito, en la antigua Iglesia de Oriente, así como en las órdenes religiosas, constituía un verdadero segundo bautismo, cuyo efecto no sólo era exterior (…). El vestido no es pues un atributo exterior, extraño a la naturaleza del ser que lo lleva, sino que por lo contrario expresa su realidad esencial y fundamental” (CHEVALIER y GEERBRANT, 1986, p., 1062-1063). Como complemento a este vestido, un manto, atributo de los reyes; “el monje o la monja en el momento de retirarse del mundo, al revestir el hábito y pronunciar los votos, se cubre con un manto o una capa. Semejante gesto simboliza el retiro en sí mismo y en Dios, la separación correlativa del mundo y de sus tentaciones, la renuncia a los instintos materiales. Revestir el manto es indicar que se elige la sabiduría (el manto del filósofo). Es también asumir una dignidad, una función, un papel del que el abrigo es un emblema (…). En la tradición monástica cristiana, el manto o el hábito monacal es también símbolo de pobreza, de la entrega a Dios, que aísla del mundo y de la pertenencia a una comunidad” (Ibíd., p. 686). El velo, por su parte, simboliza la disimulación de las cosas secretas, el conocimiento reservado, o comunicado. “Así en la tradición cristiana monástica, tomar el velo significa separarse del mundo, pero también separar el mundo de la intimidad en la que entramos en una vida con Dios” (Ibíd., p. 1053). La triste actitud de esta Virgen se refuerza con las lágrimas en su cara, replicadas en las que caen por la columna cilíndrica; la lágrima es la “gota que muere evaporándose después de dejar testimonio: símbolo del dolor y de la intercesión. A menudo (es) comparada con la perla o las gotas de ámbar” (Ibíd., p. 625). Es de destacar el evidente expresionismo de esta figura, el cual es infrecuente en la producción plástica de Botero, caracterizada por la impasibilidad de los rostros; esta propuesta expresionista recuerda la iconografía barroca, que exaltaba los gestos y los ademanes atribuidos a los personajes representados.
Esa columna es soporte, simboliza la solidez del edificio, arquitectónico, social o personal. La columna simboliza el “árbol de la vida”, la que da vida y significado al edificio que sostiene y a todo aquello que éste significa. Entre los griegos y romanos, las columnas conmemorativas guardaban también un sentido de “las relaciones entre cielo y tierra, evocando a la vez el reconocimiento del hombre frente a la divinidad y la divinización de ciertos hombre ilustres. Manifestaban la potencia de Dios en el hombre y la potencia del hombre bajo la influencia de Dios. La columna simboliza la potencia que asegura la victoria y la inmortalidad de sus efectos” (Ibíd., p. 324). “En las tradiciones judías y cristianas, la columna tiene un simbolismo cósmico y espiritual. La columna sostiene lo alto y por eso mismo tiene por función conectar lo bajo con lo alto. Se le compara al árbol cósmico, al árbol de la vida, al árbol de los mundos (…). En la simbólica románica ‘los motivos cósmicos más importantes, cuya explicación bastaría para determinar el sentido de todos los símbolos, se reducen a dos: el sol y el árbol, que se identifica con el árbol de la vida y la cruz; de él depende el simbolismo de la columna, soporte de lo sagrado, soporte de la vida, soporte del mundo, según el edificio en que ella está situada’ (…)” (Ibíd., p. 325) El Apocalipsis cuenta que a los vencedores de las últimas batallas, Dios los hará columna de su templo. “Por su misma verticalidad, la columna es un símbolo ascensorial: en la evolución de la personalidad marca la etapa de la afirmación de sí mismo” (Ibíd., p. 328). En vez de una columna puede tratarse de una cruz, como en las imágenes de la Virgen del Calvario; la Cruz es uno de los símbolos más antiguos y se encuentra en muchas culturas; “de todos los símbolos es el más universal, el más totalizante. Es el símbolo del intermediario, del mediador, de aquel que es por naturaleza reunión permanente del universo y comunicación tierra-cielo, de arriba abajo, y de abajo arriba” (Ibíd., p. 362). El simbolismo de la cruz, en la tradición cristiana, se ha enriquecido ampliamente, pues con esta imagen se condensa la historia de la salvación y la pasión de Cristo. En esta tradición iconográfica es utilizada “(…) tanto para expresar el suplicio del Mesías como su presencia: donde está la cruz está el Crucificado” (Ibíd., p. 363). Hay cuatro especies principales: “la cruz sin cúspide (la Tau, T); la cruz con cúspide (…)” y de uno, dos y tres travesaños; “la cruz de un travesaño es la del Evangelio. Sus cuatro ramas simbolizan los cuatro elementos que han sido viciados en la naturaleza humana, el conjunto de la humanidad atraída hacia Cristo desde las cuatro partes del mundo, las virtudes del alma humana; el pie de la cruz hincado en tierra simboliza la fe asentada sobre profundos fundamentos (…) (Ibíd.). Este elemento, principal instrumento de la Pasión de Cristo, dio pie a una serie de historias legendarias que popularizó el texto medieval de Santiago de la Vorágine (Cf., 1982, tomo 1: “La invención de la Santa Cruz”, p. 287-294; tomo 2: “La exaltación de la Santa Cruz”, p. 585-591); en esta saga se exaltan unos principios teológicos que sostienen la historicidad de la cruz desde el Génesis hasta la Crucifixión, pasando por la época de Salomón y por la de los verdugos de Jesús, por supuesto. Después de la muerte de Cristo, reseña de la Vorágine, la Santa Cruz fue enterrada y olvidada; la recobró el emperador Constantino, quien la perdió de manos de los persas, hasta que su colega Heraclio volvió a recuperarla. En el siglo VII, el Papa Sergio instituyó una fiesta para exaltarla; todos los templos cristianos ambicionaban tener un trozo de la Santa Cruz, y algunos pudieron gozar del prestigio que representaba tener tan sagrada reliquia (Véase RÉAU, Op. Cit., p. 525 y ss.).
El fondo de la representación corresponde a un paisaje montañoso, que recuerda el escenario de dolor de la Virgen; cabe recordar que la montaña participa de la simbología de la trascendencia y de la manifestación. “Es así el encuentro del cielo y la tierra, la morada de los dioses y el término de la ascensión humana. Vista desde lo alto, aparece como la punta de una vertical; es el centro del mundo; vista desde abajo, desde el horizonte, aparece como la línea de una vertical, el eje del mundo, paro también la escala, la pendiente escalar” (CHEVALIER y GEERBRANT, Op. Cit., p. p. 722). “En la tradición bíblica (…), son numerosos los montes que se revisten de valor sagrado y simbolizan además una hierofanía: Sinaí, Orbe, Sión, Tabor (…), Gólgota, las montañas de la tentación, de las Bienaventuranzas, de la Transfiguración, del Calvario, de la Ascensión. Los salmos, que constituyen el Gradual, escanden la ascensión hacia las alturas. En el origen del cristianismo las montañas simbolizaron los centros de iniciación formados por los ascetas del desierto. (…) Resumiendo las tradiciones bíblicas y las del arte cristiano, que ilustran numerosos ejemplos, G. De Champeaux y dom Sterckx distinguen tres significaciones de la montaña: 1. la montaña realiza la unión de la tierra y el cielo; 2. la montaña santa está situada en el centro del mundo; es una imagen del mundo; 3. el templo está asimilado a esa montaña (…)” (Ibíd., p. 725).