La Niñera
1998
Dibujo (Acuarela, lápiz y pastel / Tela)

Ubicación:

Sala Fernando Botero

Análisis artírstico

Espacio:
La obra sugiere un manejo de la perspectiva geométrica en la construcción del espacio (esquina) lo que, sumado a la elaboración de la obra en varios planos, transmite la idea de profundidad. La ubicación de las figuras en el la escena sugiere una direccionalidad vertical ascendente (de abajo hacia arriba). Existe un contraste en la escala en la que son trabajados los personajes, confiriéndole monumentalidad a la figura femenina. La distribución de las formas en el espacio es equilibrada, siendo la figura femenina la que concentra mayor peso.
 
Forma:

El dibujo es naturalista; las líneas son sinuosas, de calibre uniforme aunque manejadas con distintas intensidades y presiones sobre el soporte; son seguras, pero replanteadas, especialmente en el vestido de la mujer y las piernas de ambos personajes. El contorno que esquematiza ambas figuras es un triángulo; el espacio arquitectónico se esquematiza dentro de un contorno rectangular.

Color:
Los colores predominantes son: el natural de la tela, café, piel y rojo. Todos están manejados en saturaciones medias y bajas, utilizando las distintas degradaciones y desaturaciones para modelar el volumen de las formas. En la escena representada no hay una fuente de luz definida; toda la obra es bastante clara y se constituye en un gran espacio luminoso. Llama la atención la sombra que hay alrededor de los pies de la figura femenina. La textura es óptica o plana y determinada por las líneas, elemento dominante en la obra, y las manchas disueltas de color.
 
ANÁLISIS HISTÓRICO:

En la obra, elaborada en lápiz, acuarela y pastel sobre lienzo, se representa una figura femenina vestida, que se observa de cuerpo entero y en semiperfil derecho, inclinada hacia adelante mientras sostiene un niño en los brazos. Sus zapatos son color café. Lleva un vestido, de una sola pieza, de manga larga y cuello ancho, cuadrado y escotado; encima utiliza un delantal blanco que amarra con un nudo en su espalda. El infante se observa también vestido, de cuerpo entero, con el torso echado hacia atrás y los brazos extendidos en direcciones opuestas; el gesto del niño es de llanto. Viste unos zapatos claros, sin cordones, unos pantalones cortos y claros, una camisa roja de manga corta, botones, bolsillos y cuello blanco. El espacio en el que se encuentran estas dos figuras parece el de una habitación iluminada, de la que sólo es visible una esquina. Si bien Fernando Botero nunca ha pretendido hacer una obra que reproduzca fielmente unas costumbres, unos personajes, unos modos de vida particulares, es cierto que su obra se refiere y se remite al contexto social que el artista conoció de niño y joven en el Medellín de las décadas de 1930 y 1940. Su obra no pretende ser folclórica o costumbrista, pero se inspira en una realidad vivida y conocida por el artista. La escena descrita en la obra, se remite por un lado a la clara diferenciación que había entre los oficios femeninos y masculinos, y por tanto los espacios en los que cada uno de estos seres configuraba sus vidas; de otro lado se refiere a la costumbre que había (y aún subsiste) entre los estratos sociales más favorecidos de tener criadas –nombre con el que se conocía a las empleadas domésticas de carácter interino. Por estas razones se van a hacer algunas consideraciones sobre lo que era en primer lugar , en la sociedad antioqueña y medellinense de la época mencionada, el ser femenino, y en segundo lugar sobre el habito que en muchas familias había de tener criadas para los oficios domésticos o para el cuidado de los niños.

Es claro que no se puede hablar de un modelo de mujer prototípico o de comportamiento femenino prototipo, pudiéndose decir lo mismo para el hombre. Tanto él como ella pueden aparecer distintos según se relacionen con seres del mismo o del otro sexo, así como él y ella van a aparecer distintos al hacer una revisión histórica de las diferentes épocas de la humanidad. Hombres y mujeres han ocupado lugares distintos en los momentos de la historia. No existen comportamientos inherentes bien a la condición masculina, o bien a la condición femenina. “Se es hombre o se es mujer y por serlo se obra en consecuencia dada la situación y la relación existente; no se trata de tomar consciencia para actuar; de por sí existe una relación determinando cada comportamiento femenino o masculino” (GARCÉS, 1993, p. 238). Se entiende entonces que las particularidades y diferencias entre lo masculino y lo femenino no son de carácter universal, hallándose determinadas de distinta manera para cada cultura. “Cada diferenciación entre el hombre y la mujer responden a tipos de valores inscritos en cada sociedad”(GARCÉS, 1993, p. 238).

Dirigirse pues al Medellín de principios de siglo, época a la que se refiere de una manera abierta la obra de Fernando Botero, es mirar otros hombres y otras mujeres, otros espacios, otras formas de vida, otras formas de vida, otros tiempos y por supuesto otras relaciones entre la ciudad y sus habitantes, y de estos entre sí. Es mirar el proceso de transformación de un pueblo grande en una pequeña ciudad; es mirar el paso de una “provincia sumamente aislada y atrasada respecto al capitalismo moderno a una ciudad industrial y productiva, inscrita en el círculo del capitalismo internacional”(DOMINGUEZ, 1987, p. 1).

Este Medellín de principios de siglo que se asoma al trajín de la vida urbana empieza a generar, como es de suponer, unos espacio s que contrastan enormemente con la vida de pueblo: El Ferrocarril y su estación que crean un espacio con ambiente de puerto; los hoteles, bares y cantinas, restaurantes y cafeterías que surgen a su alrededor. La plaza de mercado de Guayaquil que desentrona los domingos como los días de la semana en los que se realizaba el mercado, y crea la posibilidad del aprovisionamiento y el consumo diario de víveres. La Basílica de la Metropolitana, lugar de culto enorme que puede acoger un gran número de fieles en contraste a la pequeña iglesia rural. Los espacios públicos, como la calle, empiezan a tomar otra dimensión, volviéndose amplias, ruidosas y congestionadas no sólo por automóviles sino también por transeúntes y peatones. Los medios masivos de transporte como el tranvía y el ferrocarril hacen necesario habituarse a una nueva dinámica temporal mucho más acelerada.

En este Medellín que transita su paso de villa a ciudad se producen dos espacio s de socialización bien distintos y opuestos: La iglesia, en primer lugar, como espacio propio de las mujeres y que por tanto se valoraría como un espacio femenino. En segundo lugar la cantina como un lugar que se valoraría como masculino y que por tanto es más propio para los hombres. “Esta oposición de los espacios se afianza con la oposición del adentro y el afuera, el primero corresponde a la mujer, el segundo al hombre” (GARCÉS, 1993, p.245). El hogar es el lugar promocionado para la mujer; allí, en las funciones de madre, esposa o hija, se desempeñaría en las labores de la cocina, el arreglo de la casa y el cuidado y la educación de los hijos. La casa representa simbólicamente refugio, seguridad y descanso, funciones que por extensión cumple la mujer – madre. Esta permanece en el interior de la casa, su dimensión de vida se expresa allí.
 
Dentro de la familia, el papel de la mujer revistió gran importancia. Ella no sólo debía ser la responsable del buen funcionamiento del hogar sino también de la educación, de la formación moral y de la integridad física de todos los miembros de su familia. A todas estas actividades se les asignó a principios de siglo el pomposo nombre de ama del hogar. La mujer identificada con la virgen María, reina de los cielos, asumió el papel de reina del hogar. Sin embargo, continuó sometida al hombre, pero dignificada en su papel de madre y esposa. Virtudes como la castidad, la modestia, la abnegación, la sumisión y el espíritu de sacrificio, la debían acompañar en su misión. La mujer era la responsable de guiar al hombre y a los hijos por el buen camino, el mejor homenaje que podía hacer un marido a su esposa era afirmar que ella era una santa (REYES, 1996, p. 435).
 
Contrapuesto a este espacio estaba el afuera, el lugar propio de los hombres. Allí él se desarrolla, su vida se orienta dirigiéndose a la calle. Allí el trabaja, se divierte y emborracha. Cotidianamente se encuentra con otros hombres, delimitan espacios, marcan sus vidas. Los lugares preferidos son el café, la taberna, el bar o simplemente una esquina o la calle en si misma. Estos sitios tenían la marca de la vida masculina.
Estos dos espacios extremos sólo tienen como punto posible de encuentro la ventana. Ésta era el único lugar socialmente reconocido y aceptado para el encuentro de las parejas; allí se realizaba el cortejo, ella representaba el sitio de la sociabilidad. El ventaneo, nombre con el que se conoce a esta actividad, muestra claramente los lugares designados tanto al hombre como a la mujer: Mientras que él está afuera, ella se encuentra adentro y como se ha visto cada espacio tiene unas valoraciones sociales distintas. Sin embargo la ventana al tiempo que encierra la mujer que se encuentra en la casa, la guarda de los peligros, los agites, la vida cambiante y arriesgada de la calle, dimensiones vitales todas asignadas al hombre. En el hogar por el contrario son la quietud y la calma las dimensiones que lo habitan. Adentro el cuerpo no necesita moverse demasiado; puede permanecer sentado, apacible, quieto.

Entre las clases más pudientes, la situación social de la mujer era ligeramente distinta, pues además de mantener la integridad de sus hogares tenían la responsabilidad de ser unas especies de misioneras entres las clases pobres, inculcando las virtudes cristianas a través de la caridad y la educación. Pero fueron las labores de caridad y beneficencia las que les permitieron salir de su espacio doméstico. Sin embargo las mujeres antioqueñas no se terminaban de acomodar a este arquetipo de amas de casa y madres, siendo frecuentes los artículos, especialmente los de la prensa católica, en los que se les recomendaba controlar las malas lecturas, la coquetería y la vida mundana: El cine, el interés por la moda, el teatro y los deportes. Todos estos artículos ponían en evidencia las intenciones que tenía la iglesia católica en mantener a la mujer alejada de los fenómenos propios de la cada vez más moderna ciudad, así como en promover su permanencia en el seno del hogar.
 
La facilidad de contar con servicio doméstico permitió que las mujeres, aún de clase media, descargaran parcialmente sus obligaciones en las sirvientas. Al respecto se criticaba: Hogares de clase media que sostienen costurera, lavandera, sirvienta, niñera, ¿mientras qué hace la dueña del hogar? En el salón de belleza, en el juego, tomando té en la casa de la amiga… en el teatro. En una palabra, cumpliendo sus deberes sociales (REYES, 1996, p. 436)
 
 
La utilización de criadas y sirvientas (mujeres de estratos socioeconómicos bajos) para el servicio doméstico fue común en el Medellín de la época. Las familias adineradas acostumbraban tener cocineras, dentroderas, niñeras y cargueras que se encargaban completamente del cuidado de los niños y recién nacidos. Se utilizaban nodrizas para la alimentación de los pequeños de brazos y pajes, usualmente niños sirvientes, para el cuidado de los caballos, para llevar y traer recados y para acompañar a los niños de la casa en sus juegos. Sin embargo, la situación de estos empleados era sin lugar a dudas difícil. Así lo demuestran las historias clínicas del Manicomio Departamental entre los años de 1906 y 1930, en las que se constata que la mayor parte de los enfermos mentales eran mujeres jóvenes y solteras que se dedicaban al trabajo doméstico.
 
Más del 40% eran negras y mulatas. Esto recuerda que muchas mujeres de pocos recursos trabajaban como cocineras, dentroderas y niñeras; y que las condiciones económicas y afectivas, la falta de libertad personal y el encierro que soportaban eran duros. Las causas más frecuentes de ingreso de las mujeres eran definidas como manía crónica e histeria; un número no despreciable de ellas eran madres solteras, y la gran mayoría tenían antecedentes o presencia de alcoholismo o de locura en su familia. (REYES, 1996, p. 433)
 
Otro elemento importante en la obra es el vestido, pues este ha sido y es un elemento que sirve para diferenciar las personas de acuerdo con su estatus, para clasificarlas, para jerarquizar y aun discriminar según la posición de cada individuo en el orden social. El vestido es un dispositivo más de la organización social pues funciona como sistema de referencia, competencia, reconocimiento y segregación. Por medio del vestido se presenta una imagen dada del cuerpo. Éste permite hacer una lectura del sexo de las personas, de su edad, de su nacionalidad, de su oficio o profesión, de su autoridad y de su capacidad adquisitiva. Para el niño es notorio que se representa usando pantalón corto, prenda propia del ajuar de los infantes cuyo uso distinguía los niños de los hombres. Entre las familias más pudientes los muchachos usaban el pantalón corto hasta los quince o dieciséis años, momento en el que se consideraba iniciaba la hombría; a esto se le sumaba el cambio de las gorras de tela por sombreros de fieltro y la posibilidad de portar las llaves de la casa como símbolo de responsabilidad. Los más pobres solamente alargaban sus pantalones hasta pasados los veinte años y, además, iban descalzos. Los zapatos, hasta bien entrada la década de 1930, fueron más que un artículo de higiene y protección, un artículo de lujo. Estos determinaban la posición social de los vecinos de la villa, pues eran pocos los que tenían la posibilidad de acceder a un calzado importado o mandado a hacer a mano entre los artesanos de la ciudad. La gran mayoría de las gentes andaban descalzos o usaban alpargates. El zapato significaba fiesta, visita, ceremonia, puesto que la gente del común sólo los usaba en días de festividades religiosas, para asistir al templo, en bailes, reuniones elegantes o para acudir a los exámenes del colegio. Hasta la década del 30 su uso fue un lujo tal que las sirvientas que se calzaban sufrían la desaprobación y burla por parte de sus compañeras de trabajo. En los hogares, donde estaban no sólo las criadas sino también las dueñas de casa, tenía que ser el vestido un agente diferenciador entre unas y otras.
 
En casas sencillas de Medellín, el delantal de las sirvientas y cocineras, de peral u otra tela de color o flores, era similar al de las señoras pero ribeteado con una cinta de otro color. Las dentroderas vestían uno más elegante con cargaderas y amarraderas; el de las señoras era similar al de las dentroderas pero altamente bordado y ribeteado con sus f5anjas y encajes y sin cargaderas (DOMINGUEZ, 1987, p. 97).

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