Análisis artístico
ANÁLISIS HISTÓRICO
En la pintura, un óleo sobre lienzo, se representa una escena en la que aparece un grupo formado por dos parejas y tres mujeres. La primera pareja, en primer plano y al centro de la composición, está formada por un hombre vestido, de pie, que sostiene una mujer desnuda en sus hombros. A su izquierda una anciana, vestida como criada, barre el piso de la habitación. A su derecha se observan las dos mujeres restantes; una de ellas se encuentra de espaldas al espectador, observando un hombre y una mujer (segunda pareja) que tienen relaciones sexuales en la única cama de la escena. A su lado, una tercera mujer (de la que sólo se observa su cabeza de perfil y su brazo izquierdo) abre una puerta como husmeando en la habitación. Todo este cuadro transcurre en un cuarto de paredes rosadas. Algunos objetos como un lavabo, dos espejos, un armario grande, un cuadro y dos frascos hacen parte del escenario de la pintura.
Fernando Botero desarrolla una obra pictórica que hunde sus raíces en el Medellín de las décadas de 1930 y 1940, época en la que el artista vive en la ciudad. Sin intentar representar y describir fielmente la realidad, Botero crea un mundo completamente plástico y artístico que se inspira en unos personajes, un contexto social, unas prácticas y costumbres, un paisaje particular. Su obra, aunque figurativa, retoma la libertad de la pintura abstracta para jugar con la composición, la forma y los colores, aspectos estos fundamentales en la búsqueda del artista.
Si bien Fernando Botero se refiere a su ciudad natal, Medellín, como a una ciudad pequeña y provinciana (ESCALLÓN, 1992. p. 57), esto no parece ser totalmente cierto. Durante las primeras décadas del siglo XX la capital antioqueña vivía unas dinámicas de cambio que la vincularían definitivamente con la economía moderna internacional. No solamente crecía su población, la cual pasó “de 59.810 habitantes en 1905, a 358.189 en 1951” (LONDOÑÓ, 1988, p. 331), sino que su aspecto físico y su ritmo de vida se estaban transformando. La modernización económica de esa pequeña y provinciana ciudad la transformarían en uno de los más importantes centros comerciales del país. Una acelerada industrialización y actividades como la trilla del café, hicieron importante dicho proceso en el contexto colombiano. “Su éxito económico dinamizó y volvió más compleja la sociedad local; la especialización y diferenciación de actividades y oficios aumentó; la élite se consolidó económicamente y la clase media, antes casi inexistente, cobró importancia.” (REYES, 1996, p. 426)
En las primeras décadas del siglo XX comienzan a observarse cambios que van a modificar la vida y las costumbres de los habitantes del Valle de Aburrá: Para la mitad de la década de 1920 los servicios públicos de agua y energía se encontraban ya bastante popularizados; entre 1913 y 1927 se duplicó el kilometraje de rieles en el departamento; llegan invenciones del mundo moderno como la aviación, el telégrafo, la radio, el teléfono, el tranvía eléctrico, el cinematógrafo y los automóviles que con su llegada, obligaron a pavimentar las calles de la ciudad.
Esta llegada de lo moderno redistribuyó considerablemente la población de la provincia antioqueña. Mientras que para 1905 sólo la cuarta parte de la población se encuentra ubicada en los conglomerados urbanos, para 1950 esa proporción ya era de la mitad. Los municipios del Valle de Aburrá, Medellín y vecinos, se ven afectados por oleadas de inmigrantes que buscan mejores condiciones de vida. El menor porcentaje de dichos inmigrantes son naturales de Norteamérica y Europa, especialmente Alemania, Inglaterra, España y Polonia. Algunos son pueblerinos ricos con ansias de vincular sus capitales a las nuevas dinámicas urbanas; y la mayoría son campesinos y campesinas que buscan un empleo en la ciudad.
Durante los años 20 y al igual que en otros departamentos del país como Caldas, Tolima y Valle, se generaliza el trabajo asalariado en obras públicas y procesos industriales: Trilladoras de café, fábricas de textiles, gaseosas, cerveza, cigarrillos, fósforos, chocolate, jabones, etc. La mano de obra aparece compuesta en su mayoría por mujeres, entre otras cosas porque su jornada laboral se pagaba hasta un 40% menos que la de los hombres. A pesar de que el trabajo fabril femenino estuvo condenado y descalificado por la iglesia, puesto que ésta consideraba –en boca de sus ministros– que el lugar de la mujer estaba en el hogar y no en la calle o la fábrica, “ en 1923, 2815 obreras representaban un 75% de la fuerza laboral local.” (REYES, 1996, p. 436) De ese número casi el 90% estaba representado por mujeres solteras menores de 34 años de edad, y el 40% eran inmigrantes recién llegadas de los pueblos. Pero en la década siguiente la condena por parte de la iglesia al trabajo femenino, así como la falta de oportunidades para la capacitación de las mujeres de los sectores obreros, hacen que la mano de obra femenina empiece a verse reemplazada por la masculina. “A muchas mujeres de los sectores populares, restringido su ascenso social a través del trabajo obrero y sin oportunidades de educación, no les quedó otra alternativa que el trabajo doméstico” (REYES, 1996, p. 436).
Circunstancias entonces como la constante migración campesina a la ciudad y unas condiciones laborales cada vez menos favorables en la población femenina (las fábricas y el servicio doméstico además de ofrecer un pago injusto, no alcanzaban a absorber a todas las mujeres con capacidad laboral) contribuyeron sin duda al consecuente aumento en la prostitución que vivió Medellín a la par con su proceso de modernización.
Entre 1930 y 1935 el número de mujeres de la vida pública se había triplicado en Medellín, por lo que el control de este oficio así como el de la dispersión de las enfermedades de transmisión sexual se volvieron temas obligados para la Sociedad de Mejoras Públicas de Medellín. Sin embargo esta preocupación venía desde principios de siglo, cuando por orden del Concejo Municipal se reglamentó un dispensario que tenía como función atender a las personas infectadas por alguna enfermedad venérea. Dicho dispensario debía expedir a las prostitutas un certificado de sanidad que éstas debían colocar en un lugar visible y renovarlo una vez al mes. Pero los registros y estadísticas del dispensario son irregulares y fluctuantes: En 1919 se atendieron un máximo de 500 prostitutas, pero en los años siguientes esta cifra disminuyó considerablemente, lo que indica que las autoridades fueron cada vez menos rigurosas con dichos controles.
“Para atender el aumento de enfermedades venéreas se crea en Medellín el Instituto Profiláctico adonde (sic) deben presentarse las mujeres públicas una vez por semana para ser examinadas y tratadas si es necesario. Las direcciones departamentales de higiene lanzan la Campaña Antivenérea y abren dispensarios similares en las poblaciones de más de 20.000 habitantes. El artículo 216 del Código de Policía de Antioquia en 1935 establece que “las mujeres públicas o de reconocida mala vida no podrán habitar casas o locales situados a menos de dos cuadras de templos, plazas de mercado, planteles de educación y de los establecimientos industriales”. Los Yocistas, un grupo de la Juventud Obrera Católica, también la emprenden contra la prostitución y sus secuelas. El poeta Ciro Méndez por su parte, la agradece con palabras galantes como estas:
Dígale a Emma Arboleda
de la calle de Lovaina
que esta vida es una vaina
y su carne es una seda.” (LONDOÑO, 1988, p. 334)
Desde los años 20 aparecen en Medellín 4 zonas de prostitución bien establecidas: La Guaira en Guayaquil, El Chagualo cerca de San Vicente de Paúl, Orocué en Maturín con Cúcuta y La Bayadera en la Toma. Posteriormente se iría a consolidar el sector de El Llano, ubicado en los alrededores del cementerio de San Pedro y más conocido como Lovaina. Este barrio que sería el sector más apreciado, iniciaba curiosamente su radio de acción, cerca al barrio Prado, el sector más aristocrático de la ciudad que se desarrolló y llegó a su máximo momento entre 1920 y 1950. Allí reinaba la música, el baile y el comercio carnal en las fiestas de todos los fines de semana. Múltiples bares, entre los que se destacaban el American Bar, Las Camelias, El Benedo, Acapulco, Los Pinos y La Mona, se disputaban la clientela masculina. El burdel, además de los más socialmente aceptados cafés, bares y cantinas, se convirtió en un sitio importante para la socialización masculina. A su vez la prostitución cumplía tres papeles fundamentales en la vida de los hombres: Iniciar a los jóvenes en los placeres de la carne y satisfacer a célibes y maridos insatisfechos.
“Los burdeles no sólo eran teatros del placer sino también espacios más libres que se convirtieron en los sitios de reunión de estudiantes, bohemios, artistas e intelectuales. En la época de los 40 varias mujeres públicas se hicieron famosas por su generosidad y amistad con hombres de distintos círculos de la ciudad. Este fue el caso de la célebre María Duque, inmortalizada en la obra de Fernando Botero; de la Mona Plato, quien gozaba de gran aprecio entre los estudiantes, o de Ana Molina, quien combinada sus atractivos sexuales con inteligentes consejos” (REYES, 1996, p. 435)
El barrio Guayaquil, ubicado en las inmediaciones de lo que era la estación del tren y la Plaza de Mercado, fue otro lugar de prostitución importante en la ciudad. El horario y el ritmo de vida en este espacio eran cambiantes y ambivalentes, pues los que en el día eran lugares de mercado, en la noche se convertían en lugares de placer.
“…encontramos por ejemplo allí una de las calles de prostitución más reconocidas a principios de siglo, se llamaba “La Calle de las Monjas”, nombre conservado desde el siglo pasado al residir allí las monjas de clausura, que fueron desplazadas por la creación de “La Estación” del ferrocarril de Amagá y la Plaza de Mercado; para los años 20 conserva el mismo nombre, pero ahora es el lugar de residencia de las prostitutas” (GARCÉS, 1993, p. 258)
Uno de los aspectos más álgidos para las autoridades locales fue definir en qué espacio de la ciudad se debían ubicar las mujeres públicas. A principios del siglo XX estos lugares no estaban claramente definidos, lo que permitía que las prostitutas fueran víctimas frecuentes de chantajes y malos tratos por parte de las autoridades. Así es como en 1917 varias de estas mujeres le envían al Concejo de Medellín una carta en la que solicitaban se les asignara un barrio donde pudieran trabajar exentas de la persecución policial. Después de discutir tal propuesta, no se consideró apropiado fijar un espacio para estas mujeres.
A principios de siglo fueron comunes las historias sobre esposas contagiadas de enfermedades sexuales por sus maridos, razón por la que en los manuales de higiene se recomendaba aplicar nitrato de plata en la conjuntiva de los niños recién nacidos con la idea de evitar la conjuntivitis blenorrágica.
“En Medellín, a finales de 1940 se calculaba que había una prostituta por cada 40 hombres. Para los observadores locales más moralistas, la ciudad parecía un gran prostíbulo. Las mujeres exhibían sus cuerpos en los cafés de la calle Junín, compitiendo entre ellas no sólo por los clientes, sino también por un puesto fijo. Las inmigrantes campesinas debieron afrontar la competencia de las chocoanas y las mujeres llegadas de distintas zonas del país” (REYES, 1996, p. 435)
En ese mundo pictórico que crea Fernando Botero con su obra, el tema de las prostitutas es uno entre otros. En un mismo universo habitan cardenales, monjas, obispos y sacerdotes; presos políticos, vagabundos, poetas y por supuesto prostitutas y transvestis. Un universo que contiene desde los personajes públicos más honorables hasta esos otros, también públicos, pero menos aceptados socialmente.
“No lo hago como un tema particular sino como recreación en un mundo en el que debe haber de todo, desde juntas militares hasta casas de citas. Y este tema es muy importante en el mundo latinoamericano, donde son quizás más folclóricas que en el resto del mundo” (Citado por ARIZMENDI, 1976, p. 9)
Botero crea unas pinturas que, con unas temáticas sacadas de esas imágenes y vivencias que se guardan en su memoria desde la infancia, trascienden la barrera del tiempo, de la perennidad, del ruido y del dolor. Se inventa así lo que Mario vargas Llosa ha denominado con justa razón una Mitología: Una especie de mundo nuevo que tiene unos personajes particulares, unas reglas definidas; un mundo marcado por la sensualidad de la forma y los colores, alejado del terreno habitado por los mortales. Pero al tiempo que el obispo y los militares, con sus trajes teatrales, hacen parte del desfile de gentes que transitan o habitan las casas y calles de esos pueblos; al tiempo que profesionales ilustres, como los abogados, hacen gala de refinamiento y cuidado personal; al tiempo que damas elegantes habitan los espacios con abrigos de piel completamente descontextualizados; aparecen personajes, espacios y dinámicas más abyectas, menos aceptadas. Prostitutas y burdeles hacen también parte; y aunque pertenezcan a eso que, por las cohibiciones religiosas y sociales, no sería conveniente mostrar ni contar, no pierden presencia o importancia.
“ Mundo reprimido, machista de instintos embridados por la religión y el que dirán, se desborda en esa institución maldita y codiciable, tan sólida como la familia, su alter ego, a la que se acude de noche y a escondidas: El Burdel. Allí el leguleyo puntilloso y el funcionario puntual, el beato rentista y el militar reglamentario, pueden sacar a la luz los demonios que mantiene ocultos ante sus familias de día, y tocar la guitarra, contar porquerías, emborracharse hasta perder el tino y fornicar como sapos. Pueden, incluso, si por ahí les da el capricho, transvestirse de mujer y posar como odaliscas, junto a un gato negro, en un sillón seudo francés.” (VARGAS LLOSA, 1985, p. 18)
De la manera descrita se observa en Casa de Amanda Ramírez (1988) como la francachela es total, sucediendo en la misma habitación varias acciones: Un hombre vestido carga una mujer desnuda en sus hombros; detrás de ellos una pareja tiene relaciones sexuales en una cama mientras una tercera mujer, vestida y fumando los observa. Al tiempo que esto sucede, una criada vieja barre las colillas de cigarrillo dispersas en el piso y una última mujer se asoma a la habitación. Es un ambiente alegre y desenfadado, donde no hay prohibiciones, ni cohibiciones, donde los gustos más refinados y extravagantes se pueden satisfacer. Donde no se pueden hacer exigencias de privacidad porque además eso no importa. Donde la libertad y el placer son las condiciones. Donde el licor, el tabaco y el sexo se viven desbordadamente, sin mesura.
La obra Casa de María Duque (pintura que no se encuentra en la colección del Museo de Antioquia, pero cuya comparación con la anterior puede ayudar a contextualizar este tipo de obras) es otra pintura en la que Botero aborda la temática del burdel. En ella vuelve a ser protagónico un grupo de hombres y mujeres que gozan sin ningún tipo de vergüenza. Éstas pueden aparecer semidesnudas; ellos pueden estar borrachos tendidos en el piso. Una criada vieja que barre las colillas tiradas al piso por los comensales, también hace parte de la escena junto a una lora y una gata:
“¡Mundo de relajo e impudicia! Mujeres entre vestidas y desnudas, bebiendo a pico de botella. Un caballero – ¿Caballero dice usted?- dormido en el suelo. Entre las patas de las sillas. La criada, barriendo colillas y colillas de cigarrillo. La lora, acostumbrada a decir palabrotas de cuartel (!Tenía que estar dentro de esta casa del vicio!). Y la gata, mostrarse más complacida y ser más complaciente que en la casa de las cinco hermanas.” (ARCINIEGAS, 1979, p. 42)
Pero el tema de la prostitución no es nuevo en la historia del arte. Artistas como Manet, Picasso y Toulouse-Lautrec han trabajado en su pintura la temática de la vida nocturna y mundana del París de finales del siglo XIX y principios del XX. De ellos, Toulouse-Lautrec especialmente hizo de ésta no sólo una temática sino su obra: Toda su pintura, sus apuntes y dibujos y, por supuesto sus afiches se refieren a la dinámica de sitios nocturnos como el Moulin Rouge (Molino Rojo), famoso por la época en que este pequeño pero talentoso artista vivió en París. Bailarinas y bailarines, dandys, cantantes, prostitutas, lesbianas, artistas y compañeros de bohemia habitan la obra de Toulouse- Lautrec. Toda la vitalidad de los personajes, la atmósfera de los lugares, el colorido de los trajes, la frivolidad de la vida nocturna parisina del siglo XIX está plasmada en su obra.
En esta obra (CASA DE AMANDA RAMIREZ 1988) se aprecia claramente lo que el artista llama la Lógica de la Parafernalia Improbable. Según esta lógica en sus pinturas se desarrollan escenas que no son posibles, pero sí inesperadas e improbables. Todo lo que él pinta puede suceder, aunque sea en realidad poco probable. En esta pintura por ejemplo, la mujer pequeña y de cabello rojo anaranjado, se sienta en el hombro de un hombre que, a su lado, es desproporcionadamente grande. La relación de tamaños entre uno y otro es casi la misma que puede haber entre un niño y un adulto. Igual o similar es la relación de tamaños que existe entre este hombre y las tres mujeres que se encuentran a su lado: La criada que barre, la mujer de espaldas que fuma y la mujer que husmea en la habitación. Los dos personajes restantes, la pareja que se encuentra en la cama, guardan una relación de tamaños y proporciones que van de acuerdo al hombre vestido que aparece en primer plano. Pero estos desfases en tamaños y proporciones que en otras circunstancias se podrían entender como errores o incapacidad del artista, son usados por Botero con una finalidad completamente pictórica, plástica, compositiva:
“Las cosas improbables dan libertad creativa. Todo puede variar de tamaño. Así, por ejemplo, si en un momento necesito una forma pequeña de color rosa, puedo pintar un desnudo chiquito o unas flores, etc., etc. cada vez que tengo que inventar algo por razones de composición, lo hago, porque no puedo poner una mancha. Ahora nunca he dado una pincelada que no esté autorizada por la historia del arte. Y desde hace mucho tiempo está permitida la desproporción.” (ESCALLÓN, 1992, p. 49)
Esta libertad creativa que permite trabajar al artista con una poética de la improbabilidad, denota que Botero es plenamente consciente de que la pintura es ante todo un hecho plástico y, en tanto que tal, las relaciones con la realidad se pueden flexibilizar de la manera en que lo hace. Es decir, el saber que con la pintura se puede y, de hecho se crea un mundo que, aunque tiene nexos con la realidad, es independiente de ella, permite trabajar al artista las desfiguraciones y desproporciones que caracterizan su pintura. Esa misma conciencia pictórica es la que hace pensar al artista en términos de necesidades compositivas. El caso del piso y las colillas de cigarrillo dispersas en él son un buen ejemplo para ilustrar lo que se acaba de mencionar, así como también lo es el caso de los bombillos en espacios que de otra manera podrían pasar desapercibidos. En primer lugar Botero ha expresado que “el suelo es siempre la parte más aburrida” (entrevistado por VON BONIM, Peter. En ARCINIEGAS, 1979, s.p.) en sus escenas, razón por la que puede dinamizarlo con elementos de este tipo como frutas o cigarrillos. De otro lado esos elementos le sirven al artista para ubicar determinados colores en la obra, lo que contribuiría entonces a equilibrar o armonizar la pintura.
Uno tiene una parafernalia de objetos que aparecen y desaparecen. La diferencia con otros pintores es que ellos los tienen en el estudio y yo en la imaginación. Cuando necesito por ejemplo un tono blanco que balancee otro blanco, aparecen este tipo de cosas como los bombillos. En mi pintura nada es gratuito, todo es necesario. (…) Por ejemplo, yo empecé a poner en mis cuadros las colillas de cigarrillo cuando fumaba como un loco y tiraba las colillas al suelo en el estudio. Las moscas aparecieron cuando pintaba en Colombia. Pero a uno se le ocurren las cosas por necesidades plásticas y después quedan incorporadas a la parafernalia. (…) Las colillas me sirven para romper la monotonía de un tono o bajar un blanco en la composición. Son cosas que el color va exigiendo. Siempre he dicho que la diferencia entre un pintor abstracto y uno figurativo es que el pintor abstracto necesita un blanco y lo pone, necesita un rojo y pone un rojo. Pero uno tiene que inventar algo que tenga cierta lógica para poner los colores y las formas.” (ESCALLÓN, 1992, p. 49)
Obsérvese por ejemplo la distribución que de los colores hace Fernando Botero en esta obra: Hay tres personajes que tienen una tonalidad de piel verdosa, al tiempo que los restantes cuatro la tienen rojiza, o rosada si se quiere. Esta misma relación rojo-verde se observa en el vestido y los zapatos de la mujer que fuma, en la diadema y el color de la piel de la mujer que se encuentra acostada, en los trapos que se alcanzan a asomar por la puerta entreabierta del armario, o en los líquidos que contienen los dos frascos que están a la derecha de éste. Relaciones sencillas de dos colores complementarios que le sirven al artista para equilibrar y distribuir armónicamente los pesos cromáticos en su pintura.