Análisis artístico
Espacio:
La obra está construida en un solo plano, donde no hay manejo de perspectiva ni ilusión de profundidad: Las formas y elementos se muestran superpuestos, siendo por demás construidos a escala, donde las relaciones de tamaño son proporcionales. La distribución de los pesos es equilibrada.
Forma:
El dibujo es naturalista, las líneas son escasas, sinuosas, fieles a la representación y de calibre uniforme. La zona de la caída de agua presenta una pincelada corta, abundante y rítmica. Los contornos que esquematizan las formas de la figura y la roca son circulares.
Color:
El color predominante en la pintura es el verde; también están presentes el blanco, gris, negro, rojo y rosado. Los tonos son bastante saturados excepto en la zona de la caída de agua, que se establece junto con la cabeza en los dos focos lumínicos más importantes en la obra. La luz es difusa y general, no marca una direccionalidad específica y se utiliza junto con las degradaciones cromáticas para modelar los volúmenes. La saturación cromática es alta en todo el cuadro. La textura es plana o visual, determinada por la pincelada.
ANÁLISIS HISTÓRICO:
La obra representa un hombre que nada en un charco mientras se encuentra paseando en el campo o en una zona rural. Aunque aquí no se tienen referentes directos que ubiquen al espectador en una época, es bien sabido que Fernando Botero utiliza su pintura para crear un mundo plástico que hunde sus raíces en el Medellín de las décadas de 1930 y 1940. Los personajes que habitan dicho mundo se remiten, de una manera libre y no subordinada, al contexto espacio – temporal mencionado. Por esto se van a describir algunas de las características que marcaron el ser masculino en un momento y unos lugares que conoció el artista antes de su viaje a Europa.
Es necesario comenzar a pensar la oposición masculino femenino no como negación mutua, sino como diferencia de vidas que se pueden encontrar en relación de complementariedad o incluso de oposición. De esta manera se puede vislumbrar ambos universos en su diferencia y entender de qué manera cada uno establece criterios de existencia a partir del otro. Así, se tiene que uno y otro, hombre o mujer, responden a determinadas formas de relación según el contexto temporal, espacial y cultural en el que se encuentren. “La relación es la que determina la forma de actuar de él y ella” (GARCÉS, 1993, p. 237). No existen pues las figuras únicas, inalterables en el tiempo, de el hombre o la mujer. Él y ella pueden aparecer distintos según se relacionen con individuos del mismo o del otro sexo, y con sigo mismo. Puesto que no hay comportamientos naturales inherentes al ser hombre o ser mujer, debido a que no existe una unidad espacio – temporal del ser masculino y del ser femenino como si fueran comportamientos preexistentes, es que aparecen los hombres y las mujeres en su individualidad.
Se trata de sustituir esa filosofía del objeto (llamado mujer, hombre, estado, nación) tomado como fin o como causa, por una filosofía dela relación: Las cosas sólo existen por la relación A …y la determinación de dicha relación constituye su explicación: Todo es histórico, todo depende de todo (y no solamente de las relaciones de producción), nada existe transhistoricamente y explicar cualquier objeto consiste en señalar de qué contexto histórico depende. (VEYNE, 1984, p.213)
Se puede afirmar pues que hombres y mujeres no ocupan siempre el mismo lugar; sólo se trata o comportamientos de época. “Uno se encuentra siendo hombre o mujer sin haber tenido siquiera que pensarlo; se es hombre o se es mujer y por serlo se obra en consecuencia dada la situación y la relación existente (GARCÉS, 1993, p. 238).
Resulta pues que las diferencias entre el ser masculino y el ser femenino no son universales, no se encuentran definidas de la misma manera para todas las culturas. Así, para la época a la que se refiere el mundo representado en la obra boteriana, se encuentran dos comportamientos diferenciados y enmarcados por sendos espacios: El adentro, como espacio propio del ser femenino, y el afuera como el espacio propio del ser masculino. Al lugar propio de socialización propio de la mujer que es la iglesia, se le opone el lugar propio de socialización del hombre que es la cantina, el café. Cada uno de estos espacios toma el atributo y la valoración de espacio femenino y masculino respectivamente. En cada uno de estos polos “se anudan las redes de sociabilidad e identidad de cada género” (GARCÉS, 1993, p. 245). De la misma manera el hogar era a la mujer lo que la calle al hombre. En aquella la mujer cumpliría con las funciones de madre, esposa o hija; en las labores diarias de la cocina, el cuidado de los hijos y el arreglo de la casa se expresaría su función de vida. En la calle, en el afuera, el hombre trabaja, se embriaga y juega. Desde la taberna y el bar hasta una esquina cualquiera, los hombres delimitan y marcan los sitios masculinos con los encuentros y reuniones cotidianas.
No es casual entonces que en pinturas como El Balcón (1990), Balcón (1998) y La Plaza (1999), la figura femenina se ligue a unos lugares bien particulares como son el hogar y la iglesia. De otro lado pinturas como Hombre Reclinado (1998) y Hombre Nadando (1995) aluden de alguna manera a la territorialización que de los espacios hicieron ambos géneros. Sin embargo estas últimas obras hablan no sólo de la delimitación que de los espacios se hizo en el Medellín de principios del siglo XX. También aluden a una práctica bastante común para la época que en muchos aspectos ha perdurado hasta nuestros días: Los paseos. Si bien el Medellín de las décadas de 1920 y 1930 estaba viviendo un proceso importante de urbanización e industrialización, la vida en la ciudad era en general tranquila y apacible. Prueba de lo anterior es la guía de Medellín publicada en 1925, la cual “reporta un homicidio cada 25 días” (LONDOÑO, 1988, p. 231). A pesar de tal calma los programas de distracción y vida social no eran extraños a sus habitantes. “Aunque no se contaba con las oportunidades tan variadas de entretenimiento que en la actualidad existen, en esa misma sencillez y tranquilidad se realizaban ciertas actividades que le imprimían sabor a la vida. Entre estas las vacaciones y los paseos ocuparon un sitio de privilegio” (HERNANDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p.456). La costumbre de las vacaciones decembrinas es una costumbre que se observa ya en tiempos de la colonia. La idea era salir al campo y permanecer el tiempo de descanso reposando y recuperando las fuerzas para enfrentar de nuevo las labores cotidianas. Tan fuerte era la costumbre que desde finales de diciembre hasta mediados de enero la vida en la ciudad prácticamente se paralizaba. Tal costumbre ha permanecido virtualmente sin variaciones hasta el momento actual. La otra actividad, la de los paseos, se manifestaba básicamente de dos maneras: Caminatas vespertinas y salidas de fin de semana. Las primeras se realizaban en los días de semana, cuando quedaba tiempo disponible, o por las noches. El ambiente pacífico y bucólico de algunos sectores de la ciudad se prestaba para hacer estos paseos cortos.
A principios de siglo eran frecuentes las caminatas al caer la tarde. Se acostumbraba caminar por la calle Ayacucho hasta la Puerta Inglesa, o por la Alameda de los árboles de la calle Colombia hasta los bordes del río Medellín. Estas eran praderas cubiertas de sauces y otros árboles nativos. (REYES, 1996, p 439).
Los otros tipos de paseos eran un poco más largos y se hacían en el fin de semana, luego de estudiar y laborar. Se podían visitar los cerros aledaños de la ciudad, como el del Salvador, lugar en el que quedaba el monumento del mismo nombre; o los numerosos charcos que formaba el río Medellín o la quebrada Santa Helena.
Los más populares eran el charco de los naranjos, debajo del puente de Guayaquil, el de la Palma, frente a la finca del mismo nombre, el del puente de Colombia, muy del gusto de los jóvenes que se tiraban desde el puente al río; este charco era escenario de peleas a piedra entre grupos de muchachos. El charco de los Sauces, frente a la calle de San benito, era indicado para aprender a nadar por lo tranquilo de sus aguas. Finalmente estaba el charco de El Mico, frente a la colina de Bermejal. A ellos se iba en familia, incluyendo la niñera, con un fiambre compuesto de variadas viandas; en algunas ocasiones se incluían músicos. (REYES, 1996, p. 439)
Para el caso de las familias más pudientes lo usual era dirigirse a descansar durante todo el fin de semana a las viviendas campestres. Muchos de estos paseos tenían fines distintos al simple hecho de salir a temperar. Era común por ejemplo, las salidas de grupos de hombres y mujeres jóvenes (“barras”) que salían a lugares vecinos con fines integracionistas. También se acostumbraba que mujeres de estratos altos organizaran salidas al campo con el fin de festejar algún acontecimiento importante. “Los cumpleaños, despedidas de solteras, año nuevo, matrimonios, viajes propiciaban en muchas ocasiones paseos” (HERNANDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p. 463).
La pintura Hombre Nadando es una obra que se inspira en la costumbre paisa descrita anteriormente. Llama la atención pues prácticamente toda la composición está ocupada por una zona verde oscura que representa el charco en el que nada un hombre adulto del que se ve parcialmente la cabeza. Y es que además del valor plástico del color, el verde es un color tranquilizador, refrescante, es un color medio, no sólo por estar formado por los colores primarios amarillo y azul, sino también por ser el color que media entre el calor y el frío, entre lo alto y lo bajo, es un color tibio.
El verde, como el hombre, es tibio. Y la venida de la primavera se manifiesta por el derretimiento de los hielos y la caída de las lluvias fertilizadoras. Verde es el color del reino vegetal que se reafirma con esas aguas regeneradoras y lustrales, a las cuales el bautismo debe toda su significación simbólica. Verde es el despertar de las aguas primordiales, verde es el despertar de la vida. (CHEVALIER, 1986, p. 1057).
Son bien particulares, al mismo tiempo, los fragmentos que de roca y cascajo se ven arriba del personaje que nada, así como la importancia que plásticamente tiene la firma roja sobre el fondo de su color complementario, hecho que recuerda algunas pinturas de Vincent Van Gogh en las que la firma no sólo daba autoría a la obra sino que revestía una importancia plástica.