Mujer Bebiendo
1996
Dibujo (Acuarela, lápiz y pastel / Tela)

Ubicación:

Sala Fernando Botero

Análisis artístico

Espacio:
La pintura está construida en tres planos, las proporciones de la figura están de acuerdo al canon manejado por el artista y las formas asociadas (mesa, botella) están en relación proporcional con ella. Se insinúa una perspectiva geométrica en el tratamiento de la mesa, el mantel, y el vaso. La profundidad está dada por la superposición de planos, la perspectiva insinuada y el tratamiento cromático. La figura está ubicada en el centro del cuadro, por lo que la distribución del peso recae sobre ella. Los objetos asociados son pequeños en comparación y están ubicados en el mismo eje central, dando como resultado una distribución equilibrada de los mismos. Su posición marca una direccionalidad vertical (de abajo hacia arriba).

Forma:
El dibujo es naturalista. Las líneas son fuertes, de calibres uniformes, sinuosos y seguros en el trazo. En algunas partes se nota que han sido rectificadas. Algunas son más gruesas que otras, de mayor intensidad. Hay ritmos sinuosos en la figura, mientras que en la mesa los ritmos son oblicuos y verticales. El contorno que esquematiza la figura representada es un triángulo.

Color:
Los tonos predominantes son el verde, azul, café, ocre, piel, rojo, siendo todos trabajados en muy baja saturación. La luz es difusa y general; no se evidencia una fuente que marque una direccionalidad lumínica aunque se aprecia un espacio luminoso en el cuadrante superior izquierdo de la pintura: Aquí es el color crudo de la tela el que define el tono. Las degradaciones tonales se utilizan para modelar el volumen de las formas y objetos representados. La textura es óptica o plana, dada por las pinceladas, presentes en toda la pintura, o por líneas, en la zona del cabello.

ANÁLISIS HISTÓRICO:
En la obra, una acuarela sobre lienzo, se representa una figura femenina vestida, vista de perfil derecho y medio cuerpo; apoya su mano izquierda en una mesa cubierta por un mantel de rayas azules, al tiempo que con su mano derecha sostiene una botella verde de la cual bebe. La mujer usa un vestido ocre, de dos piezas, sujetado en la cintura por una correa verde; la camisa es de botones, manga corta y cuello amplio y escotado. Es visible un arete de piedra blanca y redondeada que pende de su oreja izquierda. Su pelo es oscuro, largo y ondulado, sujetado a la altura de la nuca por una cinta blanca de rayas azules. El fondo verde con degradaciones determina un espacio iluminado, pero interior. Fernando Botero crea un mundo plástico a través de su obra que se inspira y se refiere a la Antioquia y al Medellín que el propio artista conoció y vivió en las décadas de 1930 y 1940, antes de viajar a Europa. Si bien el artista nunca ha pretendido hacer una representación y una descripción fiel de esa realidad en la que se inspira; trabajando con libertad plástica y creativa, Botero se ha alejado de realizar una obra folclórica o costumbrista que recree exactamente tradiciones, personajes o paisajes. Su relación con los modelos que lo inspiran está basada en la memoria y los recuerdos de ese mundo de su infancia. En esta medida es importante revisar algunas características vinculadas al ser femenino en el contexto social antioqueño y medellinense de las décadas mencionadas.

Es claro que no se puede hablar de un modelo de mujer prototípico o de comportamiento femenino prototipo, pudiéndose decir lo mismo para el hombre. Tanto él como ella pueden aparecer distintos según se relacionen con seres del mismo o del otro sexo, así como él y ella van a aparecer distintos al hacer una revisión histórica de las diferentes épocas de la humanidad. Hombres y mujeres han ocupado lugares distintos en los momentos de la historia. No existen comportamientos inherentes bien a la condición masculina, o bien a la condición femenina. “Se es hombre o se es mujer y por serlo se obra en consecuencia dada la situación y la relación existente; no se trata de tomar consciencia para actuar; de por sí existe una relación determinando cada comportamiento femenino o masculino” (GARCÉS, 1993, p. 238). Se entiende entonces que las particularidades y diferencias entre lo masculino y lo femenino no son de carácter universal, hallándose determinadas de distinta manera para cada cultura. “Cada diferenciación entre el hombre y la mujer responden a tipos de valores inscritos en cada sociedad” (GARCÉS, 1993, p. 238).

Dirigirse pues al Medellín de principios de siglo, época a la que se refiere de una manera abierta la obra de Fernando Botero, es mirar otros hombres y otras mujeres, otros espacios, otras formas de vida, otras formas de vida, otros tiempos y por supuesto otras relaciones entre la ciudad y sus habitantes, y de estos entre sí. Es mirar el proceso de transformación de un pueblo grande en una pequeña ciudad; es mirar el paso de una “provincia sumamente aislada y atrasada respecto al capitalismo moderno a una ciudad industrial y productiva, inscrita en el círculo del capitalismo internacional” (DOMINGUEZ, 1987, p. 1).

Este Medellín de principios de siglo que se asoma al trajín de la vida urbana empieza a generar, como es de suponer, unos espacio s que contrastan enormemente con la vida de pueblo: El Ferrocarril y su estación que crean un espacio con ambiente de puerto; los hoteles, bares y cantinas, restaurantes y cafeterías que surgen a su alrededor. La plaza de mercado de Guayaquil que desentrona los domingos como los días de la semana en los que se realizaba el mercado, y crea la posibilidad del aprovisionamiento y el consumo diario de víveres. La Basílica de la Metropolitana, lugar de culto enorme que puede acoger un gran número de fieles en contraste a la pequeña iglesia rural. Los espacios públicos, como la calle, empiezan a tomar otra dimensión, volviéndose amplias, ruidosas y congestionadas no sólo por automóviles sino también por transeúntes y peatones. Los medios masivos de transporte como el tranvía y el ferrocarril hacen necesario habituarse a una nueva dinámica temporal mucho más acelerada.
En este Medellín que transita su paso de villa a ciudad se producen dos espacio s de socialización bien distintos y opuestos: La iglesia, en primer lugar, como espacio propio de las mujeres y que por tanto se valoraría como un espacio femenino. En segundo lugar la cantina como un lugar que se valoraría como masculino y que por tanto es más propio para los hombres. “Esta oposición de los espacios se afianza con la oposición del adentro y el afuera, el primero corresponde a la mujer, el segundo al hombre” (GARCÉS, 1993, p.245). El hogar es el lugar promocionado para la mujer; allí, en las funciones de madre, esposa o hija, se desempeñaría en las labores de la cocina, el arreglo de la casa y el cuidado y la educación de los hijos. La casa representa simbólicamente refugio, seguridad y descanso, funciones que por extensión cumple la mujer – madre. Esta permanece en el interior de la casa, su dimensión de vida se expresa allí.

Dentro de la familia, el papel de la mujer revistió gran importancia. Ella no sólo debía ser la responsable del buen funcionamiento del hogar sino también de la educación, de la formación moral y de la integridad física de todos los miembros de su familia. A todas estas actividades se les asignó a principios de siglo el pomposo nombre de ama del hogar. La mujer identificada con la virgen María, reina de los cielos, asumió el papel de reina del hogar. Sin embargo, continuó sometida al hombre, pero dignificada en su papel de madre y esposa. Virtudes como la castidad, la modestia, la abnegación, la sumisión y el espíritu de sacrificio, la debían acompañar en su misión. La mujer era la responsable de guiar al hombre y a los hijos por el buen camino, el mejor homenaje que podía hacer un marido a su esposa era afirmar que ella era una santa. (REYES, 1996, p. 435).

Contrapuesto a este espacio estaba el afuera, el lugar propio de los hombres. Allí él se desarrolla, su vida se orienta dirigiéndose a la calle. Allí él trabaja, se divierte y emborracha. Cotidianamente se encuentra con otros hombres, delimitan espacios, marcan sus vidas. Los lugares preferidos son el café, la taberna, el bar o simplemente una esquina o la calle en si misma. Estos sitios tenían la marca de la vida masculina.

Estos dos espacios extremos sólo tienen como punto posible de encuentro la ventana. Ésta era el único lugar socialmente reconocido y aceptado para el encuentro de las parejas; allí se realizaba el cortejo, ella representaba el sitio de la sociabilidad. El ventaneo, nombre con el que se conoce a esta actividad, muestra claramente los lugares designados tanto al hombre como a la mujer: Mientras que él está afuera, ella se encuentra adentro y como se ha visto cada espacio tiene unas valoraciones sociales distintas. Sin embargo la ventana al tiempo que encierra la mujer que se encuentra en la casa, la guarda de los peligros, los agites, la vida cambiante y arriesgada de la calle, dimensiones vitales todas asignadas al hombre. En el hogar por el contrario son la quietud y la calma las dimensiones que lo habitan. Adentro el cuerpo no necesita moverse demasiado; puede permanecer sentado, apacible, quieto.

En las más de 800 cantinas con que contaba Medellín para fines de la década de 1920, así como en los graneros y tiendas de barrio, el mayor atractivo para los muchos obreros y empleados de la ciudad era el consumo de aguardiente. El paso por estos sitios se convirtió para muchos asalariados en una especie de rito en el que, al calor del licor, se revivían formas tradicionales de sociabilización típicamente campesinas.

Aunque la bebida era condenada, reprimida y desaconsejada desde el discurso religioso y moral, al mismo tiempo se convertía en un imperativo cultural asociado con la condición masculina: El bebedor fortalecía así su imagen viril. En Medellín circularon cartillas antialcohólicas y se propuso la creación de una liga de temperancia, la cual tuvo menos éxito que en otros lugares del departamento. Mientras en 1930 en Medellín se consumían 2.35 litros de aguardiente por persona, en pueblos como Andes se consumían 0.58 litros, en El Peñol 0.40 litros y 0.29 en El Santuario (REYES, 1996, p. 434).

El consumo de alcohol preocupó a tal punto a las autoridades estatales de la ciudad que el código de policía de la época penalizaba la embriaguez con detenciones carcelarias que iban desde las 24 horas hasta los seis meses. La venta de bebidas alcohólicas a menores de edad estaba completamente prohibida. Los médicos alertaban a la población sobre los peligrosos riesgos y relaciones que había entre el alcoholismo y eventos como la criminalidad, las enfermedades de transmisión sexual como la sífilis, y otras patologías como la tuberculosis. Entre tanto, las autoridades eclesiásticas denunciaban las tabernas y cantinas como lugares de corrupción, derroche de dinero y pérdida de las fuerzas físicas. “El temor a que el tiempo libre de los obreros se malgastara en las cantinas explica en parte las resistencia de los patronos locales y de algunas instituciones para reglamentar una jornada laboral de ocho horas” (REYES, 1996, p. 434).

Pero los problemas de alcoholismo no eran exclusivos de los hombres. Si bien entre el género femenino siempre fue considerablemente menor, este tipo de problemas se registraba con frecuencia entre mujeres de los estratos socioeconómicos menos favorecidos. Como se ha dicho, muchas de ellas trabajaban como niñeras, dentroderas, cocineras, en unas condiciones laborales que sin duda no fueron las más fáciles. Entre 1906 y 1930, la mayoría de los enfermos mentales recluidos en el Manicomio Departamental (construido en 1892 en la colina de Bermejal) eran mujeres jóvenes y solteras que tenían por oficio el trabajo doméstico. La inmensa mayoría tenía como antecedentes el alcoholismo o los problemas mentales hereditarios; otro buen número eran madres solteras. Las causas frecuentes de ingreso eran definidas como manía crónica e histeria.

No se puede afirmar con certeza que la botella de la que bebe la mujer sea exactamente de alcohol, pero es cierto que recuerda en gran medida la forma de algunas botellas de vino de frutas. Lo mismo sucede con el líquido que contiene el vaso; el color rojo se puede asociar tanto con el de una bebida tipo gaseosa o con el color de un vino tinto, característica esta última que estaría en consonancia con la botella. También es necesario aclarar que a Botero poco le interesa denunciar un problema social como el del alcoholismo a través de una pintura como esta; el artista ha declarado que el drama humano de sus personajes no es lo importante, siendo los problemas plásticos (volumen, composición, armonías cromáticas, equilibrio en los pesos visuales) los que realmente aborda con su obra. “Para mi cada pintura es como una naturaleza muerta (…). Una cara se convierte en una manzana. No tengo ningún mensaje metafísico que trasmitir. Simplemente quiero ser un pintor y veo mis sujetos como un pintor, no como un comentarista, un filósofo o un sicoanalista. No tengo deseo de expresar pensamientos profundos acerca del mundo o acerca de la vida en general. Quiero pintar como si siempre estuviera pintando fruta” (STEPHAN, 1992, p. 160). Y complementa diciendo: “A mí no me desvela la condición humana, me desvela el hombre que pertenece a la pintura. La Creación es lo que me interesa y eso excluye muchas cosas”.

Como se ha dicho la obra de Botero se remite a un contexto histórico vivido por el artista a principios del siglo XX –décadas de 1930 y 1940. Accesorios como el vestido, los aretes o la forma de los peinados, los que indican a las claras que la mayoría de los personajes de Botero habitan un mundo que se alimenta de unas modas y unos usos pasados. Por esta razón es necesario hacer una breve revisión del vestuario de las mujeres antioqueñas de la época. Durante la década de 1920 se impuso en el mundo entero la moda de la mujer “garçonne (muchacho en Francés) la cual proponía una figura femenina de cabello corto, parejo en la nuca, cuerpo delgado, sin curvas, enfatizado por un busto vendado y un vestido que, aunque arriba de las rodillas, parecía bajar el nivel de la cintura. Todo lo anterior le daba a la silueta femenina un toque masculino que se contraponía a un maquillaje particularmente seductor: Los labios delineados a manera de corazón y las cejas depiladas.

Sin embargo al llegar la década del treinta se presentó un fenómeno que si bien no significó el regreso al contexto de la moda de los años anteriores, creo cierto escepticismo y pesimismo en la búsqueda de las mujeres modernas. Aquellos que se deleitaban con la falda corta y el escote bajo, vieron con sorpresa como el largo de la falda bajaba, mientras el cuello de las blusas subía. (HERNANDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p. 524).

A partir de la década de 1930 se comenzó a observar nuevamente una moda en la que dominaron los trajes largos que bajaban entre 20 y 30 centímetros desde la rodilla, llegando casi hasta el tobillo. La línea de tales vestidos era ceñida al cuerpo; los corpiños anchos dejaban entrever el busto femenino que se había ocultado y vendado unos años antes. La silueta femenina se terminaba de marcar con la utilización de fajas, que le impartían a la figura el llamado “talle de avispa”, y el uso de faldas anchas con pliegues y fruncidos que empezaban debajo de las caderas.
Las mujeres además debían tener en cuenta para la elección de sus vestidos si eran para salir o permanecer en casa, si eran para ser usados en la mañana, la tarde o la noche y a qué lugar se iba a asistir con él. Los vestidos debían lucirse dependiendo del momento, el sitio y la edad de quien lo portaba. Contrapuestos a los trajes de casa estaban los trajes de calle, caracterizados por estar hechos con telas más finas y pesadas, tener manga larga y estar decorados con encajes y algún otro tipo de accesorio. Se convirtió en algo muy usual que entre los estratos medios y altos se dividiera el ajuar en dos: La vestimenta propia para el adentro y la vestimenta propia para el afuera.

“Para las horas de la tarde, las mujeres debían utilizar vestidos de lana o seda, largos hasta el tobillo, que podían ser de colores rojos, verdes, azules oscuros, etc. Los zapatos, bolsos y guantes de charol o gamuza” (HERNÁNDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p. 527)

De la misma manera, para la noche y las fiestas como bailes o ceremonias, era imperioso usar trajes que se acomodaran a la ocasión. Usualmente eran largos, con telas brillantes donde imperaba el negro y se utilizaban diversos accesorios, como abrigos, joyas y piedras preciosas que le daban el toque de elegancia necesario. Era usual que los medios impresos como la revista Letras y Encajes o periódicos como El Heraldo y El Colombiano, se preocuparan por la forma en la que las mujeres de la ciudad, vestían y debían vestir, promocionando sobre todo las distintas ocasiones sociales y lo apropiado o inapropiado que era llevar tal o cual vestido. Así por ejemplo los vestidos adecuados para orar, para entrar en la casa del señor, no debían ser ni lujosos ni en extremo ostentosos, puesto que nada tienen que hacer ahí los dictados de la moda.

En sintonía con el vestido se observa, para la figura, un maquillaje completamente sutil y casi desapercibido, determinado por un poco de rosa para labios y pómulos. En aquel entonces las mujeres (señoras y señoritas) “decentes” utilizaban polvos faciales, rubores y labiales en tonos suaves, tenues, que apenas si realzaran la belleza del rostro y le dieran un poco de vida. “Los tonos rosas les encantaban y aunque algunas de ellas se atrevían a usar tonos rojos, para el concepto de la época estos eran más propios de las mujeres de la vida pública” (HERNANDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p. 544). A pesar de la simpleza del maquillaje, éste se consideraba una parte esencial del arreglo personal femenino. La belleza y el encanto, características asignadas socialmente al ser femenino, dependían en buena parte del maquillaje.

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