Análisis artístico
Espacio:
La obra está construida en un solo plano donde se encuentra la figura de Cristo. Ésta es proporcionada siguiendo el canon estilístico utilizado por el artista; las formas a ella asociadas (ropas) se encuentran en relación proporcional al tamaño de la figura. El Cristo se ubica en el centro de la composición, marcando una clara direccionalidad ascendente. En la figura recae todo el peso de la composición, que por su ubicación se distribuye de manera equilibrada.
Forma:
El dibujo es naturalista y las líneas son sinuosas y delgadas para el rostro; en el vestuario son más gruesas y extensas. El ritmo es ondulante y se aprecia en la manera de representar los pliegues del manto y el gesto de los brazos. La figura de Cristo describe un contorno triangular.
Color:
Los tonos predominantes en la pintura son negro, blanco, amarillo, rojo, piel, verde y café, encontrándose en una buena saturación salvo para la zona de la aureola. Las luces y sombras, más que ser el efecto de una fuente de luz que marque una direccionalidad clara, se utilizan junto a la degradación del color para modelar el volumen de la figura. La textura es óptica o plana siendo ésta determinada por la pincelada.
ANÁLISIS HISTÓRICO:
En la historia del arte occidental, han sido comunes las actualizaciones de temas y personajes religiosos; como lo ha señalado Germán Arciniégas, cada época ha desplazado a sus espacios y con sus modas particulares, a la Virgen, a los santos o a Cristo, y añade: “Lo más valioso de la lección cristiana es la manera como puede hacerse traslado de ella a todos los tiempos y lugares. Desde Giotto hasta hoy se ha tratado de poner al alcance popular la misma historia” (ARCINIEGAS, 1979, p. 48).
Jesús, de acuerdo a las tradiciones hebreas, griegas o latinas, ha recibido diversos nombres: Emmanuel, Mesías, Cristo, Salvador, Redentor, entre otros; su historicidad interesa específicamente a la teología, pero, de acuerdo a la mirada de cada investigador, ha sido concebido de diversas maneras: “1. Para los cristianos ortodoxos, Jesucristo es Dios hecho hombre. 2. Para los racionalistas es un hombre divinizado; 3. Para los escépticos, es sólo un mito” (RÉAU, 1996, p. 15). Para los dos primeros grupos, Jesús existió; para el segundo, no tuvo divinidad; para los del tercer grupo, no vivió, es sólo una ficción.
El arte de la Edad Media recogió el punto de vista ortodoxo, y sostuvo en la fe diversos aspectos sobrenaturales de la vida de Cristo. La vida de Jesús es históricamente inabordable, dada la escasez de documentos históricos que prueben su ciclo vital; las fuentes de escritores paganos algo dicen de su existencia, pero no lo suficiente. Por eso, son los testimonios cristianos los que pueden dar cuenta de su historicidad, aunque estas fuentes presentan inconsistencias y vacíos; no obstante su carácter apologético, nada dicen de su aspecto físico. Desde el punto de vista historicista, la existencia real de Jesús se sostiene en la existencia del Cristianismo como culto religioso que se fundó y cristalizó gracias a un personaje concreto. Este personaje alberga una simbología muy significativa, al punto de que “(…)varios autores han visto en Cristo la síntesis de los símbolos fundamentales del universo: el cielo y la tierra por sus dos naturalezas, divina y humana; el aire y el fuego por su ascensión y su descenso a los infiernos; el sepulcro y la resurrección; la cruz, el libro del mensaje evangélico, el eje y el centro del mundo, el cordero del sacrificio, el rey pantócrator señor del universo, la montaña del mundo en el Gólgota, la escala de la salvación, todos los símbolos de la verticalidad, de la luz del centro, del eje, etc. (…). La arquitectura de las iglesias, siendo la iglesia la imagen y el lugar de Cristo, así como el mundo religioso, reproduce igualmente una síntesis de símbolos. ‘Yo soy el camino, la verdad y la vida’. Cristo goza de este privilegio único de identificar el mediador y los dos términos a unir. Dando al símbolo toda su fuerza histórica, toda su realidad a la vez ontológica y significante, puede decirse verdaderamente que Cristo es también el rey de los símbolos” (CHEVALIER y GEERBRANT, 1986, p. 360).
La iconografía de Cristo se ha basado en una serie de imágenes, las unas hechas por la mano del hombre –obtenidas por impresión directa del rostro y el cuerpo-, y las otras ejecutadas por pintores y escultores. Entre las primeras se han destacado el Lienzo del rey de Edesa, el Sudario de Santa Verónica y el Santo sudario de Turín, las cuales han sido consideradas reliquias milagrosas, pero de autenticidad discutible. Por otro lado, las imágenes contemporáneas de Cristo hechas por la mano del hombre fueron ejecutadas observando el modelo o acudiendo a la memoria; estas obras son: “1. El Santo Rostro de Lucca, escultura en madera atribuida a Nicodemo. 2. El Exvoto de bronce de Paneas, en Palestina, en el cual Hemorroisa curada se había hecho representar a los pies de Jesús. 3. El retablo pintado atribuido a San Lucas” (RÉAU, Op. Cit., p. 30).
En el arte de las catacumbas no se representó la figura histórica de Jesucristo, sino que se le evocó mediante símbolos de carácter criptográfico, zoomorfo o de figura humana (pescador, pastor, etc.); éstas últimas imágenes fueron retomadas posteriormente, en el siglo XVI y XVII. Después de que el símbolo diera paso a la realidad, se requirió elaborar un tipo iconográfico de Cristo de acuerdo a la doctrina de la Iglesia. Los evangelios nada dicen de los rasgos físicos de Jesús; los textos del Antiguo Testamento insinúan poco menos que fuera agraciado. Pero no se podía tomar ese testimonio pues, para los cristianos helenizados, belleza y divinidad van juntas; por eso, acudieron a un salmo que exaltaba la gracia del hijo de Dios. Esa concepción apolínea de Cristo se reforzó en el siglo XVI con el descubrimiento de una descripción apócrifa en la que se enaltecía su figura. En Oriente, siguiendo una tradición del Antiguo Testamento, se consideró a Jesús con cabello y barba largos; este tipo de Cristo fue retomado en Occidente desde el siglo V: abundante cabellera cayendo en rizos sobre los hombros, con raya al medio. En la Edad Media no se acogió este tipo sino que se le representó con un “realismo brutal”, propio del arte germánico. En el Renacimiento se volvió al tipo helénico del “Bello Dios”, pues “el alma bella se refleja en un bello rostro” (Grecia). El tipo griego de Cristo sin barba, atlético y efebo, que se mantuvo en Occidente hasta la época romana fue relevado por un la figura barbuda, representando su sapiencia y ascetismo, su majestad como Dios encarnado; el cabello, la barba y el mentón partidos, además, simbolizan virilidad, coraje y sabiduría.
En las representaciones que han hecho los artistas, Cristo ha aparecido con algunos atributos que especifican alguna de las virtudes que se le exaltan: Cristo Rey aplastaba una serpiente, Cristo Maestro llevaba el Libro de los Evangelios, Cristo Juez el cetro y el globo; de acuerdo a las épocas concretas de la historia del arte cristiano, se han representado tipos iconográficos particulares: en el arte bizantino, el Emmanuel (Niño desnudo), el Sumo Sacerdote y el Pantocrator (Todopoderoso). En Occidente, los principales tipos son: el Niño Jesús, El Crucificado, el Cristo en majestad, el Cristo intercesor, etc.; estos tipos se extrajeron de las escenas narrativas de los Evangelios, y comprenden la infancia de Cristo, su vida pública, su pasión y su glorificación.
El Corazón de Jesús como tipo iconográfico obedece a una devoción tardía “que en el culto católico ha acabado por suplantar a todos los otros” (Ibid., p. 52). Como el corazón humano, símbolo del amor carnal o místico, se exaltó el corazón de Jesús, a partir del siglo XV, y relevando el culto de la llaga del costado. En el siglo XIV apareció en la imaginería popular “el corazón de Jesús atravesado por tres clavos y engastado en una corona de espinas” (Ibid.). Fue Bienaventurado Jean Eudes, fundador de los eudistas, quien inició el culto litúrgico del Sagrado Corazón de Jesús y de María; su origen no estuvo, como se suele decir, en las visiones de Marie Alaconque, inspiradora de una devoción propagada por los jesuitas. Se ha comprobado que primero apareció el culto de mano de el padre Eudes (con libros propagandísticos en 1668 y 1670) y después, las visiones de Alaconque; a esta mística “Cristo se le apareció en el altar con sus llagas brillantes como cinco soles. Su pecho se abrió dejando al descubierto el corazón, que era la fuente de vida de esas llamas. Cristo lamentó la ingratitud de los hombres que ignoraban el amor, y le pidió que tomara la iniciativa de un culto de reparación” (Ibid., p. 53). En 1685 esta devoción fue oficialmente consagrada, devoción que concordaba con los intereses proselitistas de un catolicismo contrarreformista que exaltaba a Jesús como acceso del amor de Dios a todos los hombres. Las mujeres fueron las más entusiasmadas en las propagación del culto; la reina María Leczynska lo hizo introducir en las iglesias francesa y polaca, antes de su aprobación oficial en 1765 por el Papa Clemente XII. Desde el siglo XVIII las custodias de cristal que servían para exponer el Santo sacramento, dejaron su tradicional forma redondeada para tomar la de un corazón. En el siglo XIX el culto conoció un brillante auge en Francia, luego de que se agradeciera al Sagrado Corazón la energía y recursos de la reconstrucción nacional, después de los destrozos de 1870. París se convirtió en el centro mundial del culto al Sagrado Corazón. En Barcelona, después de la Guerra Civil, se siguió el ejemplo de París.
Entre las primeras representaciones del Sagrado Corazón se destaca la ejecutada por el italiano Pompeo Batoni en 1780, por encargo de una reina de Portugal. Su fórmula consistió en un corazón en llamas en la mano izquierda de Jesús, el corazón rematado por una cruz y rodeado de una corona de espinas; esta manera no fue del todo aceptada por la Congregación de Ritos. Los imagineros hoy en día sólo pueden elegir entre dos modelos aceptados: El del corazón en llamas aplicado exteriormente sobre su pecho y El de los rayos de luz que emanan de una incisión practicada en el pecho de Jesús, en su costado izquierdo. Otras imágenes del Corazón de Jesús famosas son las del pintor francés G. Desvalières y las esculturas del inglés Thorvaldsen, de las que muchos copiaron la figura.
En nuestro país, esta devoción se introdujo con tanta fuerza en la memoria colectiva que hasta llegó a pensarse en Colombia como el país del Sagrado Corazón; es un símbolo nacional con un papel tanto cívico como religioso. Así lo ha demostrado la investigadora Cecilia Henríquez (1993), quien afirma que tanto en Colombia como en Francia –donde se definió la iconografía del Sagrado Corazón a partir de su emblematización por parte de los Chuanes, movimiento contrarrevolucionario francés en 1830-, este símbolo fue instrumentalizado por los intereses de grupos sociales. Fue después de la segunda mitad del siglo XIX cuando esta devoción se insertó al país, tras los incitaciones de culto público que le confirió el Papa Pío Nono; mediante publicaciones como El Mensajero del Corazón de Jesús y asociaciones como el Apostolado de la Oración, se dio un empuje a este culto, que llevó a la consagración de los municipios y departamentos del país, en la última década del siglo XIX, por parte de los conservadores y la iglesia en el movimiento llamado plesbiscito nacional. Es así como el significado religioso del Sagrado Corazón de Jesús se abrió a perspectivas más amplias, implicándose en la vida social de los colombianos de una manera autoritaria, pues se tomó como un símbolo masculino y de trasmisión masculina; de hecho, ya en el siglo XX, organizaciones como las Ligas de Caballeros del Sagrado Corazón y la Cruzada Eucarística para varones escolares, confirman esta tendencia. En 1902, el estado lo toma como garante, a través de un Voto Nacional y la erección de una basílica en su honor, que buscaba la terminación de la Guerra de los Mil Días: “Esta vinculación del símbolo como baluarte cívico en la historia nacional permite su penetración y arraigo en la cultura local. Con el Voto Nacional al Sagrado Corazón, políticamente neutro, emerge como un símbolo nacional, cívico y religioso” (HENRIQUEZ, 1993, p. 37). De esta manera, su papel cívico y religioso trasciende lo individual, se instrumentaliza como símbolo de paz, de la lucha anticomunista y del sindicalismo católico, en Colombia y otras partes del mundo; desde la década de los cuarenta se buscó, además, entronizar y consagrar las familias y las instituciones al Sagrado Corazón (entre otras, se consagraron el INA, el DAS, la Contraloría de la República, varias divisiones de la Policía Nacional, escuelas oficiales, la Universidad Nacional, la Universidad Pedagógica, etc.). El Sagrado Corazón fue usado por los conservadores en sus campañas electorales, pero como se trataba de un símbolo nacional, patrimonio de todos, los godos no lograron su cometido. Como elemento unificador de católicos, tanto clérigos como laicos, el Sagrado Corazón hizo parte de las campañas de la Acción Católica, de la Acción Social Católica y del Apostolado de la oración, organizaciones impulsadas desde Roma y Norteamérica; en Colombia, uno de los últimos empujes al culto del Sagrado Corazón se dio en 1950, cuando empezó a fomentarse la jaculatoria “Sagrado Corazón, en vos confío”, enunciado que identificó toda una época. Por medio de la prensa se hacían públicos tanto los agradecimientos al Corazón por milagros, como las consagraciones de familias e instituciones privadas y las esperanzas en la paz de los colombianos. En 1952, la sociedad colombiana celebró el cincuentenario de la Consagración del país a esta devoción, y el Estado instituyó, mediante la ley primera de ese año, la fiesta nacional del Sagrado Corazón, el 22 de junio, con el fin de renovar la consagración anualmente y como medio de instalar en la memoria de los ciudadanos el agradecimiento por los favores recibidos. Otras manifestaciones sociales continuaron este impulso conmemorativo, en especial las conmemoraciones de instituciones y hogares; ya para 1955, el nuevo presidente Rojas Pinilla volvió a renovar la Consagración Nacional. Pero ese mismo año, con el impulso a nuevas corrientes artísticas y culturales, la imagen del Corazón de Jesús fue descolgada de las mentes, casas y oficinas de las nuevas generaciones. Dado que “(…) el Sagrado Corazón no es un símbolo de religiosidad popular (… sino que) Es un símbolo de poder que no surge de abajo hacia arriba, no surge de las clases populares, sino que se impone desde las instituciones que están en manos de las clases altas del país” (Ibid., p. 47), el ocaso de su protagonismo social, político y cívico se inició en los años sesenta; sin embargo, es de resaltar su pervivencia entre algunos sectores, como devoción marginal y memoria de otros tiempos.
Tal y como el Renacimiento con sus más destacados pintores, Fernando Botero retomó la temática religiosa, renovándola y, además, representando poéticamente una de las realidades más significativas de la cultura latinoamericana (Cf., Botero en entrevista con MACHADO, 1979, p 4A; Botero en entrevista con VON BONIN, 1979, p. 55). La religión católica, desde la época colonial, se convirtió en el culto oficial de lo que después fuera Colombia; después de los procesos de independencia, la Iglesia continuó ejerciendo sus tareas de propagación de la fe cristiana, toda vez que llevaba siglos de arraigo en los territorios latinoamericanos. Las prácticas, ritos y creencias católicos convocaban a gran parte de la población colombiana, como a la familia del joven Fernando Botero, quien “(…) yendo a la oración, caminando por las calles de San Benito a la Veracruz, oía el rumor de los rosarios. Se rezaba a coro en la sala de las casas viejas, delante de la imagen entronizada del Sagrado Corazón”, como lo evoca poéticamente Germán Arciniégas (Op. Cit., p. 18). De Botero se conocen numerosas obras de tema religioso, entre Vírgenes, monjas y obispos; a la imagen de Jesús le ha dedicado al menos cinco: una, de 1969, que hace parte del Tríptico de la Pasión, otra de 1967 (Ecce Homo), este Corazón de Jesús (1999), y unas Cabezas, de 1965 y 1976; la más reciente fue presentada en su exposición de México, y corresponde a un Crucificado fechado en el 2000.
Botero retomó los elementos formales más destacados de la imaginería del Corazón de Jesús: el personaje representado a la manera hebrea, con una aureola insinuada sobre su cabeza, vestido con túnica y manto, en gesto de bendición y el corazón superpuesto en el pecho. La túnica ha sido concebido como el traje tradicional de Jesús, aunque la Biblia no dice mucho sobre su indumentaria; tal vez fue de tejidos vegetales sin teñir, por eso se le representa en tonos claros; en este Jesús de Botero, la túnica es blanca, color que representa la pureza. Versiones nacidas en el furor de las reliquias durante la Edad Media, decían que la túnica de Cristo no tenía costuras, y que fue agrandándose en el medida en que Cristo hombre crecía; esta túnica sin costuras o Santa Túnica, además, es para los teólogos católicos, “el símbolo de la unidad de la Iglesia que no pueden romper los cismas ni las herejías” (RÉAU, Op. Cit., p. 22); esta túnica, además, fue sorteada entre los soldados romanos que participaron de la Crucifixión (Juan, 19: 23). En la antigüedad, la túnica era un símbolo del cuerpo, era el cuerpo, que envolvía el alma. (CHEVALIER y GEERBRANT, Op. Cit., p. 1033). Blanco es el color de lo cándido y puro; es el color del espíritu, de lo inmaterial; de quien está sumiso, de quien es célibe. El blanco es “símbolo de afirmación, de responsabilidades asumidas, de poderes asumidos y reconocidos, de renacimiento cumplido y de consagración” (Ibid., p. 192). Es un color fundamental en los ritos sacramentales del cristianismo, por su relación con la teofanía (presentación de Dios), con la iluminación lograda en el ritual. El manto, accesorio de la vestimenta común en la región donde vivió Jesús, es representado por Botero con doble faz; el tono rojo ha simbolizado la humanidad de Jesús, el tono dorado, su divinidad; conjugados en el manto y en la persona de Cristo, según la doctrina católica, está lo divino revestido de lo humano. Esta prenda, es el atributo de los reyes; “el monje o la monja en el momento de retirarse del mundo, al revestir el hábito y pronunciar los votos, se cubre con un manto o una capa. Semejante gesto simboliza el retiro en sí mismo y en Dios, la separación correlativa del mundo y de sus tentaciones, la renuncia a los instintos materiales. Revestir el manto es indicar que se elige la sabiduría (el manto del filósofo). Es también asumir una dignidad, una función, un papel del que el abrigo es un emblema (…). En la tradición monástica cristiana, el manto o el hábito monacal es también símbolo de pobreza, de la entrega a Dios, que aísla del mundo y de la pertenencia a una comunidad” (Ibid., p. 686).
Como elemento fundamental de este personaje, Botero pintó el corazón, símbolo que corresponde a la noción de centro; sede de los sentimientos y de la inteligencia y la intuición. En otras culturas, el corazón es la morada de Dios; los chinos le atribuyen también el elemento fuego, pues es como un sol en el interior del cuerpo; el corazón es el Rey, “el señor del aliento”, la luz, el espíritu, la conciencia. Aunque en la tradición bíblica se le confiere un sentido negativo, dada su relación con la vida afectiva y la perversidad, también se lo relaciona metafóricamente con las funciones de alma, la conciencia y la reflexión. El color del corazón de Jesús pintado por el artista colombiano está alterado: tradicionalmente es rojo, como lo es fisiológicamente; pero para Botero, que en sus obras trastoca las condiciones reales, ese corazón es verde; este color, simbólicamente representa la regeneración; es el color “de la esperanza, de la fuerza y la longevidad, (… y de) la inmortalidad, que simbolizan universalmente los ramos verdes” (Ibid., p. 1057). La complementaridad del verde y el rojo explican el que “los pintores de la edad media pintaran de verde la cruz, instrumento de la regeneración del género humano asegurada por el sacrificio de Cristo” (Ibid., p 1060). Este corazón representado por Botero en Jesús, está cercado de espinas y coronado de fuego; estas espinas recuerdan la corona que los romanos impusieron a Jesús cuando éste afirmó ser el Rey de los judíos (Mateo, 27: 27-30; Marcos, 15: 17-20; Juan, 19:2), después de la Flagelación y como parte de las escenas de Escarnio; también fue objeto de valoración como reliquia. Este signo de escarnio refuerza la idea de sufrimiento y humillación que sufrió Jesús de parte de sus captores, los soldados romanos, que se dispusieron a celebrar un carnaval en el que exaltaron a Jesús como rey, sentándolo en un trono, dándole un cetro (una caña), escupiéndole y coronándolo con una diadema hecha de espinas de Judea (Véase RÉAU, Op. Cit., p. 476). En la fiesta de la Corona de Jesucristo, celebrada el Viernes Santo, el dominico De la Vorágine invocaba una oración con referencia a este instrumento: “Oh Cristo Jesús, que padeciste por nosotros, haz que tu Corona de espinas sea para nosotros resina y medicina!” (Op. Cit., p. 984), manifestando su carácter de reliquia milagrosa para los cristianos. Simbólicamente, la corona no sólo “comparte los valores de la cabeza, cima del cuerpo humano, sino también los valores de lo que rebasa la propia cabeza, el don venido de lo alto (…). Su forma circular indica la perfección y la participación en la naturaleza celeste, cuyo símbolo es el círculo (…): recompensa de una prueba, la corona es una promesa de vida inmortal, a la manera de los dioses (…). Se concibe a partir de ahí que la corona simbolice una dignidad, un poder, una realeza, el acceso a un rango y a unas fuerzas superiores (…) (CHEVALIER y GEERBRANT, Op. Cit., p. 347). A los reyes se les coronaba, y a Jesús, por ser el Rey de los judíos. “Guenón ha señalado (…) que la corona de espinas de Cristo (espinas de acacia, según se dice) puede no carecer de relación con la corona de rayos, en la cual las espinas se identifican, por una inversión del símbolo, con los rayos luminosos que emanan del cuerpo del Redentor. Y efectivamente el Cristo coronado de espinas se representa a veces con aspecto radiante (…). La corona de espinas de Cristo celebra en la pasión el matrimonio del cielo y la tierra virgen; es el anillo matrimonial entre el Verbo –Hijo del hombre- y la Tierra, virgen que en todo momento puede ser fecundada” (Ibid., p. 478-479). El corazón tiene también una llama, elemento que “en todas las tradiciones, (…) es un símbolo de purificación, de iluminación y de amor espirituales. Es la imagen del espíritu y de la trascendencia, el alma del fuego” (Ibid., p. 669). Esta llama pintada por Botero, que repite los tonos del manto, es de color amarillo y rojo; éste evoca, la vida, la fuerza vital; también, la sabiduría del especialista, las virtudes guerreras, la santidad y de riqueza. Es un color de conquista, de la que ejercían los nobles y patricios romanos, que se vestían de este tono; en tiempos de Justiniano, este color se “se había convertido en el propio símbolo del poder supremo: ‘El rojo y el blanco son los dos colores consagrados a Jehová como Dios de amor y de sabiduría’ (…), lo que parece confundir la sabiduría y la conquista, la justicia y la fuerza” (Ibid., p. 890). El amarillo, por su parte, “es el vehículo de la juventud, la fuerza y la eternidad divina. Es el color de los dioses (…)” (Ibid., p. 87); “Siendo de esencia divina, el amarillo de oro se convierte en la tierra en atributo del poderío de los príncipes, reyes y emperadores, para proclamar el origen divino de su poder” (Ibid.). Es el color de la eternidad, de los instrumentos de los sacerdotes. Es la luz que emana de Dios, y que acompaña las aureolas de los santificados.
Otro atributo retomado por Botero para su Corazón de Jesús es la aureola, la cual, en las obras religiosas de la historia del arte occidental, “se manifiesta por un resplandor alrededor del rostro y a veces del cuerpo en su totalidad. Este resplandor de origen solar indica lo sagrado, la santidad, lo divino (…). La aureola elíptica, o aureola situada alrededor de la cabeza, indica luz espiritual. Ésta prefigura la de los cuerpos resucitados. Se trata entonces de una transfiguración anticipada en cuerpo glorioso. La tonsura de los sacerdotes y de los monjes se emparenta con la aureola en cuanto tiene forma de corona: indica su vocación exclusiva a lo espiritual, la abertura del alma” (Ibid., p. 151-152). La aureola es un procedimiento universal para valorizar un personaje en su dimensión más noble: la cabeza. Gracias a la aureola, la cabeza está como engrandecida y resplandece. En el hombre aureolado, la parte superior –celeste y espiritual- alcanza preponderancia: es el hombre consumado, unificado por lo alto’ (…). Simboliza la irradiación de la luz sobrenatural así como la rueda representa los rayos del sol. Derivaría tal vez de los cultos solares. Marca la difusión, la expansión fuera de sí de ese centro de energía espiritual que es el alma o la cabeza del santo que la aureola envuelve”. (Ibid., p. 152).
El Cristo de Botero tiene un aspecto tranquilo, con el hieratismo propio del artista; otra ambigüedad en el cuadro se prueba en la bendición que procura el personaje: aunque conserva la posición ortodoxa de los dedos – meñique y anular flexionados, el resto extendidos-, al contrario de la tradición, este Cristo da la bendición con la mano izquierda. Este gesto guarda un importante contenido simbólico: “La bendición significa una transferencia de fuerzas. Bendecir quiere decir en realidad santificar, hacer santo por la palabra [o por el gesto], es decir, acercar a lo santo, que constituye la forma más elevada de energía cósmica” (Ibid., p. 186). Botero, durante su visita a Medellín en octubre de 2000, afirmó no haberse percatado de este detalle sino después de meses de pintada la obra; como no le interesa ser fiel a la realidad, pudo tranquilamente dejar que la obra fuera parte de su colección en el Museo de Antioquia.