Análisis artístico
Espacio:
La obra está elaborada en varios planos. La profundidad en la obra está determinada por la superposición de formas en planos diferentes y el manejo cromático, colores claros en los últimos planos que dan la ilusión de lejanía, esbozando esto último una perspectiva atmosférica. La ubicación de los distintos elementos en la obra determina una direccionalidad vertical ascendente (de abajo hacia arriba). La distribución de las formas es equilibrada, aunque es la figura femenina la que concentra el peso en la composición. La escala de la figura es elaborada siguiendo los cánones estilísticos del artista, lo que le confiere monumentalidad.
Forma:
El dibujo es naturalista y las líneas, hechas a lápiz o con la acuarela, son sinuosas, de calibres e intensidades distintas, seguras y en ocasiones replanteadas, especialmente en las manos y en los brazos del personaje. El contorno que esquematiza la figura es un triángulo; la pared, la chambrana y el cielo se esquematizan es contornos rectangulares.
Color:
Los colores predominantes son: Ocre, verde, piel, azul, rojo, y gris, manejados en saturaciones medias y bajas. En la escena la luz no proviene de una fuente específica, ni marca una direccionalidad definida; parece estar en las formas propiamente dichas, y se utiliza en las distintas degradaciones y desaturaciones cromáticas para modelar y crear el volumen en las formas. Las zonas más luminosas en la obra son el rostro, el cuello, el pecho y los brazos de la mujer; en el cuarto plano el cielo es un espacio luminoso. La textura es óptica o plana determinada en gran medida por la pincelada, que a su vez predomina sobre las líneas en la obra.
Análisis histórico:
Si bien Fernando Botero nunca ha tenido la intención de recrear fielmente el contexto antioqueño de las primeras décadas del siglo XX, es cierto que gran parte, sino toda su obra, se remite a esta época. “Nunca dejé Medellín. Toda mi obra es el relato de ese mundo provinciano del Medellín de mi infancia y adolescencia: La esquina, la maestra, el cura, el policía, el café, el bar, el parque, las casas floridas, las familias, las tías, la cuadra” (GARCÍA, fecha, p. 33). Y en ese mundo plástico que no sólo recrea sino que crea con libertad pictórica el artista, aparece representada la arquitectura doméstica típica de la zona de Antioquia y el Viejo Caldas: La arquitectura de la colonización antioqueña, herencia y consecuencia de la arquitectura colonial. A diferencia de la arquitectura monumental o culta, género al cual pertenece presumiblente la mayoría de los monumentos arquitectónicos, la arquitectura doméstica, vernácula, popular, o simplemente no monumental, sufre muy pocos cambios formales, estructurales y conceptuales a lo largo del tiempo y del espacio, entendiendo estos últimos como los siglos que ocupó la colonia (XVI, XVII y XVIII) y el territorio de la Nueva Granada, actual República de Colombia.
Esa diferencia estriba en que a propósito de la arquitectura culta, se pueden armar procesos históricos evolutivos, según los cuales las formas construidas surgen o derivan sucesivamente unas de otras, como en un proceso biológico, al paso que, en la arquitectura vernácula o inculta su historia no admite semejantes andamiajes conceptuales. Sus principios de ordenación espacial, así como las técnicas empleadas para materializarlos, cambian muy poco o no del todo, a través del tiempo y casi nunca en orden consecuencial. Es decir, resulta ser implacablemente no evolutiva, o al menos no como se entiende tal proceso. (TÉLLEZ, 1995, p. 52)
Como se dijo anteriormente, el legado arquitectónico de la colonización antioqueña encuentra sus raíces en su aspecto formal, en la herencia española, razón por la que en primer lugar se van a hacer algunos delineamientos sobre la casa colonial y posteriormente se van a establecer las relaciones pertinentes con la casa de la colonización antioqueña.
La casa colonial de la Nueva Granada viene de muy lejos en la historia. La procedencia histórica y geográfica de esa casa colonial es única, siendo obviamente España y específicamente Andalucía. Esta región, con Sevilla y los puertos de Cádiz, sirvió de punto de partida a toda suerte de artesanos, albañiles y maestros constructores que se embarcaban hacia el nuevo mundo, sirviendo de alguna manera como filtro geográfico a través del cual pasó la gente española, y con ella los conocimientos técnicos y los repertorios formales necesarios para crear una arquitectura doméstica. Se conformó de esta manera la estirpe de un género arquitectónico que, al mismo tiempo estaría en íntima relación con la tierra donde se erigiría. De otro lado, el origen de esta construcción se remonta a muchas de las culturas que en una u otra forma se relacionan con el Mar Mediterráneo: Sumeria, fenicia, persa, griega, egipcia, romana, visigoda e islámica. Estas son algunas de las encargadas de retomar y elaborar los principios del albergue y de la organización familiar que irían a dar como resultado la casa colonial de la Nueva Granada. Tal resultado fue una solución que se adaptó a las necesidades de los habitantes peninsulares, así como a las necesidades de los habitantes de las colonias. Dicha solución o esquema, que puede denominarse hispánico, fue utilizado durante cuatro siglos sin grandes diferencias que permitan una organización cronológica de la arquitectura doméstica colonial.
Dicho esquema constructivo tal vez sólo recibió un único aporte proveniente de la arquitectura aborigen: El bahareque, técnica de origen americano ampliamente difundida entre las culturas prehispánicas y que aún hoy en día es común encontrar en todas las regiones del país. Los muros hechos en bahareque se construían con tierra arcillosa y húmeda que se combinaba con otros materiales como la paja, y se insertaban en un encofrado o armadura vegetal hecha de cañas o maderas. Dicha técnica alimentaría las maneras y materiales más antiguos y conocidos traídos para levantar los muros de las construcciones coloniales. Aquí la tapia ocupó un lugar predominante. Los muros hechos con esta técnica se construyen con tierra arcillosa que al tiempo que rellena un tapial (“molde compuesto por dos tableros apuntalados por los costales y las agujas” PÉREZ, 1979, p. 259), se pisa para que gane en solidez, de donde deriva el nombre de tapia pisada.
La tapia de origen árabe fue difundida por los españoles en América. Es un muro elaborado con tierra apisonada en un tapial o encofrado. Cada encofrado produce un bloque (con un espesor de 40 a 60 cm, 80 cm de altura y 1.20 m de ancho) que se repite en forma sucesiva a lo largo del perímetro del edificio, hasta alcanzar la altura que se quiere dar a la casa. Las paredes internas, al igual que la fachada, se empañetaban con tierra de boñiga (estiércol de caballo pulverizado y amasado con tierra amarilla) que al secarse era blanqueada con cal. (MOLINA, 1996, p. 625)
También se usaron adobes, ladrillos, piedras en menos casos, y en general materiales que estuvieran a la mano y que pudieran reemplazar la tierra o la arcilla faltante: Arena, coralina, conchas de moluscos, argamasa, etc.
Al igual que las villas y ciudades fundadas durante la colonia y organizadas a partir de un espacio ortogonal, abierto o descubierto en su centro (la plaza), la casa colonial ubica el patio interior como centro alrededor del cual se establece todo el orden espacial de ésta. El patio hace las veces de una micro plaza rodeada por un espacio de transición, intermediario, de comunicación que se abre por su lado adyacente mediante una arquería o columnata: el corredor. Conformando el entorno externo estaría un tercer espacio formado por habitaciones, celdas y otras dependencias; mucho más encerrado que cualquiera de los anteriores se podía comunicar tanto con los corredores como con el exterior a través de balcones y ventanas que, dependiendo de la región donde estuvieran. Por ejemplo, en Cartagena, podían prolongar el espacio interior hacia el exterior, o por el contrario encerrarlo y clausurarlo aún más, como en el caso de las casas santafereñas, payanesas o boyacenses. Pero es el zaguán, espacio característico de toda casa colonial, el que verdaderamente va a cumplir la función de filtro o espacio de comunicación entre la vida pública de la calle y la vida privada de la vivienda, entre la ciudad y la casa.
Se tiene en consecuencia una casa de carácter básicamente introvertido, bastante cerrada al exterior, que concentra toda su atención en un espacio abierto central. Las nociones sobre este espacio existencial, habitable, se encuentran ya en Grecia, donde las casas contaban con un patio central y casi siempre estaban cerradas hacia el exterior. La casa pompeyana es un ejemplo más de este tipo de vivienda introvertida, que al pasar a España se iría a fusionar siglos más tarde con el esquema de vivienda islámica, diferente en expresión y decoración, pero similar en su concepto. La vida en la sociedad de las colonias hispánicas se concentró alrededor de dos espacios: El patio y la plaza.
La casa colonial urbana sigue muy estrictamente los planteamientos socioeconómicos e ideológicos de su circunstancia histórica. La introversión característica de la existencia individual familiar que transcurre dentro de ella está reflejada, sin disimulación estética alguna, en su relación con la calle. En tal sentido, la fachada de la casa colonial, cualquiera que sea la clase social a la que pertenezca, utiliza un lenguaje arquitectónico modesto y restringido, en un todo similar al empleado en el interior de la casa. La cara mediante la cual la casa colonial se relaciona con el resto de la ciudad (o el pueblo) no es, por lo general una cortina escenográfica para dar una apariencia convencionalizada, más o menos ficticia. Por el contrario, representa, quizá con excesiva franqueza y claridad, una delimitación categórica y definitiva entre la vida ciudadana y la familiar, así como una declaración vigorosa de un determinado rango social. (TÉLLEZ, 1995, p. 155)
Un ejemplo propio y cercano a los habitantes de Medellín es el de las casas coloniales de la antigua capital de la provincia de Antioquia: Santa Fe de Antioquia. Si bien el esquema constructivo de la casa colonial fue un patrón con el que se enfrentó tanto el cálido trópico de la costa como el páramo helado de las cumbres andinas, es en climas como el de Santa Fe de Antioquia donde el patio cobra su verdadera importancia al servir de pulmón de la vivienda, al tiempo que punto donde recrear la visión con los jardines y flores sembradas en materos que lo engalanan. Del patio santafereño dijo Germán Arciniegas: “Aquí está la dulce paz de Antioquia, en el patio de la tinajas, en este rincón que evoca las grandezas y aún las conserva intactas, rincón que guarda y que vigila un silencio sereno de nobleza, un silencio macizo de dignidad. La sombra de los almendros y los icacos, la sombra fresca de los limonares tiene el encanto de la juventud inextinguible”. (En RUEDA y GIL TOVAR, 1975, p. 897).
El esquema de casa que se ha descrito hasta ahora, sirvió como modelo para construir prácticamente cualquier edificación en una ciudad o pueblo de la Nueva Granada. “La única variante posible a tan probado esquema tendría lugar y validez en la arquitectura doméstica rural, es decir, en el rancho y la casa de hacienda. Allí habría lugar al orden espacial exactamente inverso al anterior: La planta de casa compacta. En esta el espacio abierto estaría en el exterior de la edificación, el espacio transicional, abierto hacia afuera, circundando el núcleo central de aquella y en el centro del esquema, donde antes se hallaba el patio, estarían ahora los ámbitos cerrados de habitaciones o salones”. (TÉLLEZ, 1995, p. 103).
La economía y la sociedad coloniales, permanecieron prácticamente invariables hasta mediados del siglo XIX, momento a partir del cual se operó un cambio fundamental en las condiciones económicas, sociales y políticas. De una economía casi medieval se da el paso a una economía capitalista, lo que va a exigir una respuesta diferente al acontecer cultural y en esa medida a la arquitectura. Por otro lado, y en el caso específico de la colonización antioqueña, el colono va a encontrar un medio ambiente (topografía, clima, materiales propios de una región, paisaje circundante) que le va a exigir una solución arquitectónica adecuada y le va a brindar elementos visuales y constructivos nuevos que serán acogidos en su respuesta. La Colonización antioqueña fue una empresa de carácter comunitario que se constituye en una de las más grandes aventuras que vio el suelo colombiano durante el siglo XIX. Tal empresa fue realizada por grupos migratorios que provenían todos de la región antioqueña, y dio como resultado la fundación de más de cien poblaciones entre grandes y pequeñas. Las causas son tan variadas como complejas, “entre las que se cuentan el espíritu propio de los antioqueños, estimulado por la pobreza del suelo nativo, por el crecimiento desmedido de las familias, por el afán de hacer riqueza y, particularmente, por la búsqueda de tesoros indígenas o guaquerías y también por el fenómeno de contagio social que movilizó grandes masas en algunas empresas históricas, como sucedió en las cruzadas, en la conquista de América…” (SANTA, 1994, p. 18). La Colonización antioqueña fue un fenómeno que importantísimo pues permitió la apropiación, por parte de los colonos, de tierras pertenecientes hoy a los departamentos de Caldas, Risaralda, Quindío, Valle, Cauca y Tolima.
Al igual que en la colonia, el patio es el principio ordenador de la vivienda de la colonización antioqueña; dicho principio otorga a la casa luminosidad, frescura, colorido y tranquilidad. Según el diseño de los espacios habitables alrededor del patio, puede haber tres tipos de vivienda:
§ El claustro. Los espacios habitables ocupan los cuatro costados del patio.
§ La “U”. Las dependencias del hogar se han colocado sobre tres lados del espacio central.
§ La “L”. Sólo dos lados ocupan los espacios habitables.
Alrededor del patio son los corredores enchambranados los que van a servir de espacio de transición y comunicación con las habitaciones. Los distintos elementos de la vivienda (salas, habitaciones, cocina, etc.) se ubican linealmente, localizándose el comedor hacia el interior de la vivienda mientras que los salones y habitaciones están en relación con el exterior. En la parte posterior de la casa se ubica un segundo patio, donde se encuentran la pesebrera, los animales domésticos y los servicios sanitarios. Vuelve a aparecer en estas casas el zaguán como espacio de transición entre la calle y la vivienda.
Como métodos constructivos se destacan la tapia y el bahareque, siendo utilizados separadamente o en conjunto; cuando sucede lo segundo se deja la tapia para el primer piso y el bahareque para el segundo. Como materiales importantes están la madera (utilizada para las columnas, chambranas, ventanas, balcones y la infinidad de calados que abundan en cada una de estas partes), la guadua y la piedra. Las baldosas de cemento con decoraciones geométricas se usaron en corredores y primeros pisos. Las tejas de barro fueron infaltables para el techo. El acabado en las paredes se lograba con material orgánico y pintura a base de cal, lo que le daba a las casas claridad y luminosidad. Todo lo anterior proporcionaba a las casa un aspecto sobrio y apacible, sumado a las cómodas temperaturas que generaba el micro clima interno de las viviendas. Hasta ahora pareciera que la casa de la colonización antioqueña tan sólo repitiera el modelo establecido por las construcciones coloniales. Pero es una cierta libertad plástica la que va a permitir que los constructores de la segunda mitad del siglo XIX apelen, en un eclecticismo cada vez más abigarrado, a un surtido aparentemente ilimitado de recursos formales de diverso origen y calidad. “Es clara la influencia del arte europeo, bien sea el Mozárabe o el Art Nouveau en su labor artesanal, además de una cierta reminiscencia del barroco que se aprecia en las aplicaciones talladas de portones, puertas y canceles de comedor” (TOBÓN, 1985, p. 177). Sobre esos elementos de madera tallados preciosamente y en gamas cromáticas exultantes, recaerían las más palpables diferencias con la construcción colonial. Rojos, naranjas, azules y verdes, todos sobre un infaltable fondo claro (blanco en la mayoría de los casos), rompen la monotonía cromática típica de la casa colonial determinada por el color café –en la madera- y el blanco de las paredes.
El color, expresión cultural enfatizada en la arquitectura de la región, manifiesta un sentir colectivo e individual; en sus mezclas y combinaciones proporciona una gama cromática de extraordinaria belleza que singulariza la vivienda, la calle, los conjuntos urbanos y el asentamiento humano en general. (TOBÓN, 1985, p. 177)
Es éste el tipo de casa representado en esta pintura titulada EL BALCÓN (1998). Cabe destacar aquí las habitaciones organizadas linealmente e insinuadas por la disposición de las múltiples puertas, la chambrana (estructura hecha de macana y dispuesta longitudinalmente a lo largo de balcones y corredores) y las columnas que sostienen el alero del techo -con cielo raso- sobre el corredor. Estos aleros no sólo protegían a los habitantes de la lluvia y el sol, sino que también salvaguardaban el pañete que cubría las paredes, hecho con materiales orgánicos como el estiércol seco de los caballos, el cual es especialmente lábil a las inclemencias climáticas. También se observan los pisos de ambas plantas de la casa hechos con listones de madera, dispuestos longitudinalmente. El patio central, que se insinúa en el extremo inferior derecho de la obra es de piso duro y, seguramente, hecho con piedras de río.
Se deben recordar dos últimas observaciones sobre estas casas de dos pisos. La primera es que en todas las viviendas con esta característica el segundo piso siempre reproduce la planta del primero y usualmente tiene una menor altura. La segunda característica es que en la mayoría de los casos, el primer piso era utilizado como depósito, despensa y para locales comerciales, mientras que en el segundo piso se desarrollaba la vivienda propiamente dicha.
También son los personajes de la obra de Fernando Botero una referencia al Medellín de las décadas de 1930 y 1940, época en la que vivió en la ciudad el artista antes de viajar a Europa, razón por la cual se hace necesario revisar algunas características vinculadas al ser femenino en dicho contexto.
Es claro que no se puede hablar de un modelo de mujer universal o de comportamiento femenino prototipo, pudiéndose decir lo mismo para el hombre. Tanto él como ella pueden aparecer diferentes según se relacionen con seres del mismo o del otro sexo, así como él y ella van a aparecer distintos al hacer una revisión histórica de las diferentes épocas de la humanidad. Hombres y mujeres han ocupado lugares distintos en los momentos de la historia. No existen comportamientos inherentes bien a la condición masculina, o bien a la condición femenina. “Se es hombre o se es mujer y por serlo se obra en consecuencia dada la situación y la relación existente; no se trata de tomar conciencia para actuar; de por sí existe una relación determinando cada comportamiento femenino o masculino” (GARCÉS, 1993, p. 238). Se entiende entonces que las particularidades y diferencias entre lo masculino y lo femenino no son de carácter universal, hallándose determinadas de distinta manera para cada cultura. “Cada diferenciación entre el hombre y la mujer responden a tipos de valores inscritos en cada sociedad”(GARCÉS, 1993, p. 238).
Dirigirse pues al Medellín de principios de siglo es mirar otros hombres y otras mujeres, otros espacios, otras formas de vida, otras formas de vida, otros tiempos y por supuesto otras relaciones entre la ciudad y sus habitantes, y de estos entre sí. Es mirar el proceso de transformación de una ciudad provinciana en una ciudad moderna; es mirar el paso de una “provincia sumamente aislada y atrasada respecto al capitalismo moderno a una ciudad industrial y productiva, inscrita en el círculo del capitalismo internacional”. (DOMINGUEZ, 1987, p. 1).
Este Medellín de principios de siglo que se asoma al trajín de la vida urbana empieza a generar, como es de suponer, unos espacio s que contrastan enormemente con la vida de pueblo: El Ferrocarril y su estación que crean un espacio con ambiente de puerto; los hoteles, bares y cantinas, restaurantes y cafeterías que surgen a su alrededor. La plaza de mercado de Guayaquil que desentrona los domingos como los días de la semana en los que se realizaba el mercado, y crea la posibilidad del aprovisionamiento y el consumo diario de víveres. La Basílica de la Metropolitana, lugar de culto enorme que puede acoger un gran número de fieles en contraste a la pequeña iglesia rural. Los espacios públicos, como la calle, empiezan a tomar otra dimensión, volviéndose amplias, ruidosas y congestionadas no sólo por automóviles sino también por transeúntes y peatones. Los medios masivos de transporte como el tranvía y el ferrocarril hacen necesario habituarse a una nueva dinámica temporal mucho más acelerada.
En este Medellín que transita su paso de villa a ciudad se producen dos espacios de socialización bien distintos y opuestos: La iglesia, en primer lugar, como espacio propio de las mujeres y que por tanto se valoraría como un espacio femenino. En segundo lugar la cantina como un lugar que se valoraría como masculino y que por tanto es más propio para los hombres. “Esta oposición de los espacios se afianza con la oposición del adentro y el afuera, el primero corresponde a la mujer, el segundo al hombre” (GARCÉS, 1993, p.245). El hogar es el lugar promocionado para la mujer; allí, en las funciones de madre, esposa o hija, se desempeñaría en las labores de la cocina, el arreglo de la casa y el cuidado y la educación de los hijos. La casa representa simbólicamente refugio, seguridad y descanso, funciones que por extensión cumple la mujer – madre. Esta permanece en el interior de la casa, su dimensión de vida se expresa allí.
Dentro de la familia, el papel de la mujer revistió gran importancia. Ella no sólo debía ser la responsable del buen funcionamiento del hogar sino también de la educación, de la formación moral y de la integridad física de todos los miembros de su familia. A todas estas actividades se les asignó a principios de siglo el pomposo nombre de ama del hogar. La mujer identificada con la virgen María, reina de los cielos, asumió el papel de reina del hogar. Sin embargo, continuó sometida al hombre, pero dignificada en su papel de madre y esposa. Virtudes como la castidad, la modestia, la abnegación, la sumisión y el espíritu de sacrificio, la debían acompañar en su misión. La mujer era la responsable de guiar al hombre y a los hijos por el buen camino, el mejor homenaje que podía hacer un marido a su esposa era afirmar que ella era una santa. (REYES, 1996, p. 435).
Contrapuesto a este espacio estaba el afuera, el lugar propio de los hombres. Allí él se desarrolla, su vida se orienta dirigiéndose a la calle. Allí el trabaja, se divierte y emborracha. Cotidianamente se encuentra con otros hombres, delimitan espacios, marcan sus vidas. Los lugares preferidos son el café, la taberna, el bar o simplemente una esquina o la calle en si misma. Estos sitios tenían la marca de la vida masculina.
Estos dos espacios extremos sólo tienen como punto posible de encuentro la ventana. Ésta era el único lugar socialmente reconocido y aceptado para el encuentro de las parejas; allí se realizaba el cortejo, ella representaba el sitio de la sociabilidad. El ventaneo, nombre con el que se conoce a esta actividad, muestra claramente los lugares designados tanto al hombre como a la mujer: Mientras que él está afuera, ella se encuentra adentro y como se ha visto cada espacio tiene unas valoraciones sociales distintas. Sin embargo la ventana al tiempo que encierra la mujer que se encuentra en la casa, la guarda de los peligros, los agites, la vida cambiante y arriesgada de la calle, dimensiones vitales todas asignadas al hombre. En el hogar por el contrario son la quietud y la calma las dimensiones que lo habitan. Adentro el cuerpo no necesita moverse demasiado; puede permanecer sentado, apacible, quieto, posiciones corporales como la que adopta la mujer representada en el óleo sobre lienzo titulado EL BALCÓN (1998). Su cuerpo pletórico y tranquilo pertenece a un mundo del que se ha sustraído el tiempo, la violencia y la sordidez del mundo real. “El mundo de Botero nos da una sensación de equilibrio y paz; ningún exceso parece concebible en su soñolienta atmósfera. Se trata de un mundo compacto, no fragmentado, aséptico, seguro de sí mismo, que opone a los mundos caóticos, convulsionados e irracionales de los artistas contemporáneos, la serenidad y la lógica, un orden cotidiano, amor y confianza en la vida y un sentido de la elegancia y el adorno, clásicos. La fealdad, la grosería, el horror mudan en él de significado; se mitigan y engalanan hasta volverse sus opuestos”. (VARGAS LLOSA, 1985, p. 18).
La protagonista de la pintura no se encuentra propiamente en una ventana, pero el balcón (aunque interno) y sus barandas hacen las veces de las rejas y el marco de la ventana; aquí la comunicación se hace con un espacio que se abre al interior de la casa, un espacio en el que se desarrolla la vida pública del hogar.
Durante la década de 1920 se impuso en el mundo entero la moda de la mujer “garçonne” (muchacho, en Francés) la cual proponía una figura femenina de cabello corto, parejo en la nuca, cuerpo delgado, sin curvas, enfatizado por un busto vendado y un vestido que, aunque arriba de las rodillas, parecía bajar el nivel de la cintura. Todo lo anterior le daba a la silueta femenina un toque masculino que se contraponía a un maquillaje particularmente seductor: Los labios delineados a manera de corazón y las cejas depiladas.
Sin embargo al llegar la década del treinta se presentó un fenómeno que si bien no significó el regreso al contexto de la moda de los años anteriores, creo cierto escepticismo y pesimismo en la búsqueda de las mujeres modernas. Aquellos que se deleitaban con la falda corta y el escote bajo, vieron con sorpresa como el largo de la falda bajaba, mientras el cuello de las blusas subía. (HERNANDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p. 524).
A partir de la década de 1930 se comenzó a observar nuevamente una moda en la que dominaron los trajes largos que bajaban entre 20 y 30 centímetros desde la rodilla, llegando casi hasta el tobillo. La línea de tales vestidos era ceñida al cuerpo; los corpiños anchos dejaban entrever el busto femenino que se había ocultado y vendado unos años antes. La silueta femenina se terminaba de marcar con la utilización de fajas, que le impartían a la figura el llamado “talle de avispa”, y el uso de faldas anchas con pliegues y fruncidos que empezaban debajo de las caderas.
Las mujeres además debían tener en cuenta para la elección de sus vestidos si eran para salir o permanecer en casa, si eran para ser usados en la mañana, la tarde o la noche y a qué lugar se iba a asistir con él. Los vestidos debían lucirse dependiendo del momento, el sitio y la edad de quien lo portaba. Contrapuestos a los trajes de casa estaban los trajes de calle, caracterizados por estar hechos con telas más finas y pesadas, tener manga larga y estar decorados con encajes y algún otro tipo de accesorio. Se convirtió en algo muy usual que entre los estratos medios y altos se dividiera el ajuar en dos: La vestimenta propia para el adentro y la vestimenta propia para el afuera. “Para las horas de la tarde, las mujeres debían utilizar vestidos de lana o seda, largos hasta el tobillo, que podían ser de colores rojos, verdes, azules oscuros, etc. Los zapatos, bolsos y guantes de charol o gamuza” (HERNÁNDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p. 527).
De la misma manera, para la noche y las fiestas como bailes o ceremonias, era imperioso usar trajes que se acomodaran a la ocasión. Usualmente eran largos, con telas brillantes donde imperaba el negro y se utilizaban diversos accesorios, como abrigos, joyas y piedras preciosas que le daban el toque de elegancia necesario. Era usual que los medios impresos como la revista Letras y Encajes o periódicos como El Heraldo y El Colombiano, se preocuparan por la forma en la que las mujeres de la ciudad, vestían y debían vestir, promocionando sobre todo las distintas ocasiones sociales y lo apropiado o inapropiado que era llevar tal o cual vestido. Así por ejemplo los vestidos adecuados para orar, para entrar en la casa del señor, no debían ser ni lujosos ni en extremo ostentosos, puesto que nada tienen que hacer ahí los dictados de la moda.
En sintonía con el vestido se observa, para la figura, un maquillaje completamente sutil y casi desapercibido, determinado en las manos por un color blanco en las uñas y un poco de rosa para labios y pómulos. En aquel entonces las mujeres (señoras y señoritas) “decentes” utilizaban polvos faciales, rubores y labiales en tonos suaves, tenues, que apenas si realzaran la belleza del rostro y le dieran un poco de vida. “Los tonos rosas les encantaban y aunque algunas de ellas se atrevían a usar tonos rojos, para el concepto de la época estos eran más propios de las mujeres de la vida pública” (HERNANDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p. 544). A pesar de la simpleza del maquillaje, éste se consideraba una parte esencial del arreglo personal femenino. La belleza y el encanto, características asignadas socialmente al ser femenino, dependían en buena parte del maquillaje.
Otros accesorios infaltables eran los zapatos y las medias veladas. Aquellos eran usualmente del mismo color de los vestidos y se aceptaban de mayor altura para las salidas vespertinas tales como ir al cine, a la iglesia o a tomar el té. Las mujeres que trabajaban, también acostumbraban un tacón más alto. En la mañana en cambio, o para las salidas más corrientes e informales se impuso el uso de zapatilla de tacón bajo. Para la época era ya usual una gran variedad de estilos y materiales en los zapatos. “ Botas, medias botas, botines, sandalias de tacón alto o bajo, zapatillas a ras de piso, y los tradicionales zapatos destapados adelante o atrás, con tacón alto, cubano a bajo, delgado o grueso, se ofrecían en los almacenes de la ciudad” (HERNANDEZ y CASTAÑEDA, 1994, p. 539). El calzado en muchas oportunidades era sencillo, sin ninguna clase de adorno, aunque en otras llevaba moños o múltiples accesorios como lentejuelas, piedras falsas, chaquiras, etc. Los materiales también eran diversos ( cuero, charol, gabardina, cabritilla) utilizándolos de acuerdo al lugar y la ocasión.
Las medias veladas fueron un accesorio que ocupaba un puesto privilegiado como complemento de la buena presentación personal de las mujeres. Las señoras de estratos medios y altos eran quienes se aferraban con mayor vehemencia a la tradición del uso de las medias, utilizándolas muchas veces dentro de las casas. Entre las mujeres de los estratos bajos se utilizaban para las salidas al centro, para ir al trabajo o en eventos especiales. Hasta 1930 aproximadamente predominaron los colores oscuros para este tipo de prendas; a partir de este momento fueron desplazados por colores claros y piel, lo cual fue objeto de toda clase de comentarios, puesto que se dejaban adivinar a través de las transparencias partes del cuerpo que habían estado cubiertas por años. Hacia la década de 1940 se empezó a observar el fenómeno de las mujeres sin medias, fenómeno iniciado al parecer entre las mujeres de más escasos recursos, aunque posteriormente se difundiera entre los demás sectores de la sociedad. Con el paso de los años el número de mujeres que salían sin medias se acrecentó. En su momento las mismas mujeres divergían en sus opiniones con respecto al hecho de salir sin medias: Para la mayoría resultaba inadmisible el pasearse por las calles, plazas y otros sitios de la ciudad sin esta prenda, puesto que además del peso de la tradición, el no usarlas les restaba feminidad. Algunas sin embargo, admitían que si esta moda se generalizaba, entrarían en ella. No obstante, la novedad no logró desplazar la afición por esta prenda.
Dos detalles más que son importantes mencionar son el cabello largo y la diadema o listón rojo oscuro adornado con un nudo pequeño. Para la época el sombrero era uno de esos accesorios indispensables en el ropero femenino, tanto que al hablar del atuendo de las m